El Valle de México está rodeado de una cadena de montañas, casi todas ellas de origen volcánico, donde altísimos picos, que rebasan los cuatro mil metros sobre el nivel del mar, se encuentran dispuestos de tal forma que dan la impresión de que alguien las colocó premeditadamente así. Entre tales montañas, destacan como dos de las más elevadas de América del Norte, las conocidas bajo los nombres de Popocatépetl e Ixtaccíhuatl, cuyas nieves eternas pueden distinguirse desde muchísimos kilómetros de distancia.
Muchas páginas se han escrito sobre estas montañas, e inclusive, sobre su origen mitológico, existen muchísimas leyendas, siendo la más conocida de ellas la que refiere que se trata de una princesa que, en espera de su amado, quedó para siempre dormida, y que él, el príncipe Popocatépetl, al llegar a su lado y verla así, se arrodilló a velar por su sueño y en tal forma los han conservado los siglos.
Pero existe una leyenda tan hermosa como la anterior, aunque mucho menos conocida, que refiere el amor que se tenían un príncipe totonaca y una princesa nahua, amor que jamás en vida pudieron cristalizar.
En efecto, cuenta la leyenda que en una clara noche de luna, a pocos días de la celebración de la festividad de las flores, a hurtadillas de la gente y sin que nadie se percatara de ellos, se reunieron en el claro de un bosque “Águila Blanca”, valiente y temerario príncipe totonaca, y “Flor de Jade”, bellísima princesa nahua, a la que su padre, desde que era niña, había prometido en matrimonio, por rendir tributo de vasallaje, al emperador de los mexica, lo que sin duda había traído una era de paz y de prosperidad para su pueblo.
“Águila Blanca” había adelantado su viaje, él solo, y había dejado a sus hombres acampados no muy lejos de allí, a un lado del camino, con el objeto de estar a solas con su princesa y anunciarle que el día de la fiesta de las flores, en presencia de todos, pediría su mano ante su padre. Dichosa por la noticia se hallaba la princesa, y mil planes hacían los enamorados, sólo una sombra oscurecía su futura felicidad: el empeño del rey de casarla con el emperador mexica. Pero guiados por los impulsos de su juventud y por el gran amor que se tenían, creían poder salvar todos los obstáculos que en su camino se interpusieran, y se juraron preferir la muerte antes que verse separados uno del otro.
Sin embargo, cuando ambos se hubieran despedido aquella noche, la princesa regresó temblorosa a su palacio, como si un temor sobrenatural se apoderara de ella, como si presintiera que la felicidad no iba a llenar su vida; pero él, muy seguro de sí mismo, partió velozmente a reunirse con sus hombres para, al día siguiente, marchar lleno de confianza hacia territorio del rey nahua a tomar parte de la festividad de las flores y reclamar para sí y para siempre a la bella princesa “Flor de Jade”.
Al día siguiente, muy temprano, mandó llamar el rey a su hija. “Sabes, hija mí”, le dijo, “que es mañana un día grande para nuestro pueblo; que se celebra en esta fecha, como todos los años, la fiesta de las flores, y que tú y yo tenemos que presidir la ceremonia y las festividades. Además, vienen invitados de todos los rumbos y de todos los reinos, y entre ellos estará presente el embajador del emperador mexica, que viene a anunciarnos que su señor reclama ya tu mano para poder casarse contigo, como lo prometí desde que eras niña”. En este punto lo interrumpió la princesa y prorrumpió en sollozos; sorprendido el monarca, preguntó a su hija por la causa de ese estado de ánimo, y al contarle “Flor de Jade” su amor por “Águila Blanca” y sus propósitos de ser para él o para nadie, montó en cólera el rey y la hizo retirar de su presencia, no sin antes advertirle que, si a la mañana siguiente no había cambiado de parecer, tomaría medidas drásticas para hacerle cumplir su voluntad.
“Flor de Jade” era amante de las flores; en su jardín cultivaba las más bellas y raras especies que podamos imaginarnos, pero por una de ellas sentía especial predilección: era una extraña flor, hermosísima, cuyos colores cambiaban como el rubor de las mejillas de la princesa, y cuyas tonalidades eran como los mismísimos matices del aro iris. Y esa flor, que había sido sembrada el mismo día que la princesa nació, había crecido con ella, como si flor y mujer fueran una sola, como si sus vidas estuvieran ligadas dependieran la una de la otra.
Flor y princesa hablaban, reían y sufrían juntas; cuando una estaba triste, la otra entristecía, y si alguna reía, la otra también lo hacía. Por ello, esa noche hablaron ambas; “Flor de Jade” contó sus penas a su flor y le pidió consejo, y ésta, como si tuviera figura humana, se entristeció, dobló su tallo hacia el suelo como si se marchitara, y le dijo a la princesa que prefiriera la muerte antes de casarse con el mexica.
Y llegó el nuevo día, el día de la fiesta de las flores. De todos los rumbos llegaban, por centenares, los invitados. El rey mandó llamar a su hija a su presencia, y ella, humildemente se postró ante él y le hizo saber su decisión: “hablé con mi flor”, le dijo, “y mi voluntad es que no he de ser del mexica, sino que deseo casarme con “Águila Blanca”, el príncipe totonaca”.
Al momento mandó llamar el monarca a su hechicero; preguntó al brujo si sería en verdad cierto que una flor pudiera ser consejera de su hija, y al obtener respuesta afirmativa, ordenó que desde su raíz la arrancara y que después la quemara, de modo que no quedara ni el rastro siquiera de un ser tan maligno.
-“No lo hagas, padre”, clamó la princesa; “si ordenas arrancar esa flor y le quitas la vida, con ello no harás otra cosa más que matarme a mí también”.
No hizo caso el rey a las súplicas de su hija; con un gesto ordenó al hechicero a proceder, y en un momento, no quedaron sino las cenizas de aquella planta. Pero estaba predestinado que al morir una, moriría la otra, y cuando fueron esparcidas las cenizas en el viento, una y otra, princesa y flor, habían perecido.
Gran pena y arrepentimiento se apoderaron del monarca ante la voluntad de los dioses; entones, de inmediato ordenó que se suspendieran las festividades de ese día y que todos los mensajeros del reino salieran a los caminos a anunciar que había muerto la princesa “Flor de Jade” y que el luto se había decretado en todos los pueblos nahuas.
Marchaba arrogante, seguro de sí mismo, “Águila Blanca” al frente de sus tropas; a todo el que encontraba en el camino saludaba sonriente, y a sus hombres, su optimismo y su alegría les contagiaba. De repente, en un recodo del camino, una vieja, fea y harapienta bruja, que detuvo su marcha:
-“A dónde vas, príncipe?” , preguntó la vieja.
-“Voy en busca de “Flor de Jade”, la hermosa princesa, que pronto será mi esposa”.
-“No tan de prisa, no tan de prisa”, replicó la bruja. Entonces contó al príncipe totonaca la desgracia ocurrida; sin creerlo, “Águila Blanca” quiso apartarla de su camino, mas dándose cuenta de que la mujer no mentía, temeroso de que sus labios dijeran la cruel verdad, le pidió una prueba exigiéndole que, si la princesa realmente había muerto, la trajera en el estado en que se encontrara a su presencia, por los medios que quisiera, aunque hiciera hechicera.
A lo lejos apareció una nube que, velozmente, se aproximó al lugar; la vieja había logrado los efectos apetecidos: la nube, lentamente descendió hasta el suelo, y entonces, cual fenómeno natural e inexplicable, la blanquísima nube se transformó, tomando forma de mujer, en el cuerpo inerte de la princesa “Flor de Jade” depositándose a los pies del totonaca; y en un instante, mientras el príncipe trataba de despertarla creyéndola dormida, nuevamente se transformó en nube y se alejó hacia el azul infinito.
El príncipe, sollozante y dolorido, se enfureció contra el rey nahua y quiso marchar contra él para, en la lucha acabar con su vida o con la propia; pero la bruja, tras hacerle ver la inutilidad de un derramamiento más de sangre, lo disuadió y le aseguró que, si quería reunirse con su amada, debía arrojarse en busca de la muerte al fondo de la barranca que se hallaba allí, a sus pies.
Buscó entonces el príncipe, la muerte arrojándose a la profundidad; su cuerpo, fue descendiendo veloz más y más, hasta que se perdió en las profundidades del abismo, hasta que tanto la hechicera como los asombrados guerreros lo hubieron perdido de vista.
De repente, el suelo se estremeció: “¡Tiembla!...¡Tiembla”, gritaron todos a coro. En lontananza se abrió la tierra y ante el espanto y terror de todos los seres que aquello contemplaron, dos majestuosas montañas surgieron de las entrañas de la tierra y así permanecieron y permanecerán, para siempre, hasta el fin del mundo, como dos monumentos al amor puro y eterno de aquellos dos seres.
Comments