Y volviendo a nuestro rescate de leyendas rescatadas por don José Argueta, esta ocasión trataremos de un documento que trata de cómo, en el siglo XVII aquellos hombres que disfrutavan el placer carnal con otros hombres, terminaban en la hoguera, así nomás porque sí y, para no desatar más tentaciones…
HOY, con fecha martes 6 de noviembre del año corriente 1658, he de decir que la justicia se ha cumplido en aquesta ciudad de México; 14 individuos, entre ellos indios, mulatos y mestizos, fueron quemados en la hoguera y otro, por ser muchacho, fue muy cruelmente castigado con doscientos azotes y vendido a un mortero por seis años, todo por el pecado de sodomía. En nombre sea de Dios, que me otorgue las palabras para escribir esta historia que mis ojos presenciaron para horror no sólo de ellos.
A las once horas del día tuvo lugar el suceso. Los 15 hombres fueron sacados de la cárcel de la Acordada, moviendo a tal repulsión su aspecto no de hombres sino de espectros escapados de sus tumbas, que las ilustres personalidades que se habían congregado para presenciar el acontecimiento, volvieron los rostros para esquivar la fetidez que despedían los andrajos que vestían los desdichados. Momentos antes de que diese inicio el proceso de ejecución, a la tal cárcel habían acudido cirujanos para constatar el estado de salud de los sentenciados, hallándolos sucios, cubiertos de cicatrices, piojos y otras sabandijas semejantes, tumefactos y hediondos, sin que tuviesen objeción para el cabal cumplimiento de la sentencia.
La ciudad y los pueblos vecinos quedaron despoblados, por la gente que acudió a presenciar el suceso, sin que faltase personas animadas por la aversión que pidieran la muerte y arrojasen piedras o cualquier clase de objetos contra los infelices, que ya bastante tenían con el tormento que se les miraba en el rostro imposible de reconocer como humano. Al frente marchaban tres clérigos, dos que sostenían en lo alto crucifijos de hierro, y otro, al centro, que hacía oración. Delante de los sentenciados iban en primer término, un mestizo de apelativo Correa y Juan Domingo de la Vega, llamado Cotita por quienes servía, mulato que gustaba de vestirse como indio, originario de Puebla de los Ángeles, que a los siete años de edad se dio a ese pecado fuera de las leyes naturales del Señor, siendo hombre muy pulcro, ingenioso y dicharachero en su forma muy alegre de hablar. En su tiempo sirvió de escudero a un español que, y aquí omito su nombre para no ofender a ninguna familia de alcurnia y muy honrada, natural de la Ciudad de México, era conocido con el apelativo de Señora Grande e papá de todos, al que sirvió como recadero y encargado de apercibir las visitas de los varones, un día a unos, otro día a otros, en casas de mucho aliño que más parecían palacios donde los sujetos se encontraban para ejecutar su pecado con total liviandad, después de efectuada la merienda.
El Santo Oficio señaló al dicho español por testigo falso y lo sentenció a recibir doscientos azotes, los cuales y teniendo la espalda ya desnuda para recibirlos, fue dispensado por la virreina debido a que su mucha edad movía a compasión, por encima de lo cual fue obligado a servir durante seis años en el hospital del Amor de Dios. Después de éste, ningún otro español más fue condenado por más que muchos fueron señalados. En ese entonces era la edad en que gobernaba el virrey don Francisco Fernández de la Cueva, conde de Albuquerque.
Así, Juan Domingo de la Vega, Cotita, por medio de la confesión que le fue arrancada en el potro y en el punto de perder el conocimiento, denunció a más de cien personas, las cuales fueron llamadas a comparecer ante el Santo Oficio por medio de edictos públicos y pregones. La mayoría de los convocados, de variada edad y condición, curiosamente hacían uso de los nombres que acostumbraban las mujeres públicas. Algunas se hacían llamar La Tuerta, la China Bonita, la Siete Litros, la Chula o la Estrella; nombres que causaron mucho escándalo entre los justos jueces que componían el tribunal.
El proceso llevó su tiempo, durante el cual fueron liberados la mayoría de los prisioneros, ya fuese porque los jueces no los hubiesen encontrado culpables o por la pronta intercesión de familiares muy pudientes, dictando sentencia sólo a 14 de ellos, por “faltar a las leyes naturales y divinas”. Fueron semanas y meses que los prisioneros pasaron en mazmorras a las que escasamente se introducía algún rayo de luz, malolientes e infectas porque allí los hombres comían, hacían sus necesidades y dormían juntos los cuerpos para protegerse del frío y la humedad, sin faltar quien muriese en tal infierno que por las noches se poblaba de crueles resuello, gemidos y los desgarradores gritos de los torturados que muchos creían almas en pena, sin que cosa alguna pudiese igualar el zumbo de chinches, garrapatas y otras alimañas al desplazarse con celeridad por los muros.
Así, ese día muy de mañana y para proceder con justicia, se llamó a los prisioneros para que aumentasen su declaración y ver que ningún otro personaje se les escapase; se les advirtió de la sentencia de muerte y se les otorgó la oportunidad de que tuviesen confesión para salvar sus almas, devolviéndoseles a la cárcel de donde fueron extraídos poco antes de que las iglesias próximas a la Acordada anunciaran el inicio del acontecimiento con el tañer de campanas. De allí, en dos filas y encadenados al cuello uno con otro y atados de las manos, lleváronlos por la calle del Reloj sin que al parecer éstos diesen crédito a cuanto acontecía a su alrededor ni captasen el sentido de las palabras y las mofas que hacían de ellos los curiosos que cubrían ambos lados de la calle y los balcones y las azoteas de las casas. Muy de fijo en los ojos de aquellos miserables se veía estar convencidos que debería tratarse de algún mal sueño producto de las malas artes de algún nigromante.
En la esquina de las casas de la Marquesa de Villamayor, dieron vuelta y fueron vía recta hacia la albarrada de San Lázaro. Entonces la gritería hecha por los espectadores se acrecentó exigiendo la muerte de los condenados que, para entonces, sus rostros más parecían propios de bestias, se demudaron al punto del espanto al tener ante sí los braseros donde habrían de morir de muy cruel manera, suscitando tal pánico entre ellos que no pudiendo hacer otra cosa buscaron refugio unos con otros y siendo de inmediato puestos en orden a punta de azotes.
-¡Agua, por el amor de Dios!- suplicó uno de los condenados ante lo cual uno de los guardias se compadecía, acercando a ellos un balde en el que todos introdujeron las manos para sacar agua en ellas y saciar la sed.
A las dos de la tarde se dio el cumplimiento de la primera ejecución, después de que los catorce condenados quedaron encadenados a postes. El primero de ellos fue un indio cuyo rostro estaba cubierto por el llanto, pero que no era de súplica ni de lástima por su destino sino del dolor que le provocaba el apego por la vida. El lazo estrujó su cuello a medida que el verdugo, a su espalda, con energía daba vuelta al torniquete haciendo crujir los cartílagos de la tráquea. En los labios del infeliz quedó ahogado el grito de dolor en tanto que el cuerpo se tensaba a medida que la agonía se prolongaba en instantes que parecían una eternidad. A pesar de que la muerte era cierta, el verdugo dio una vuelta más haciendo que la cabeza se descoyuntase sobre los hombros que antes la habían sostenido. En seguida, uno a uno los hombres fueron ejecutados mediante la pena del garrote vil, aunque el trámite tardó hasta las ocho de la noche debido a que el tribunal estimó oportuno seguir tomando declaraciones de algunos de ellos, en entre los cuales no faltó quien rompiese en alaridos ante su inevitable ajusticiamiento. Y fue a las ocho de la noche hora en que se prendieron las hogueras ante representantes de la justicia, comisarios de barrio y de todavía un nutrido número de curiosos que celebraban el espectáculo que se había transformado en una verbena a cuenta del vino y del pulque de raíz que la vendimia les había acercado.
El mencionado Cotita, cuyo aspecto al presentarse era de más de cuarenta años, llamó la atención cuando el verdugo llegó a él. Miró a los asistentes allí congregados y los regaló con una risa como lo haría un actor ante sus espectadores, dando a entender que la vida era la escenificación de una tragicomedia en la que nadie se salvaba de ser actor bufo. El fuego duró la noche entera y las brasas aún humeaban en un ignominioso amanecer que purgaba su propia pena. Era el año de Dios de 1658.
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