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Hortensia Contreras

El altar de dolores

EL Altar de Dolores, una tradición mexicana (texto de Francisco de Icaza Dufour)

Traspuesto el bullicio y las festividades del Carnaval, el Miércoles de Ceniza nos recuerda que polvo somos y en polvo hemos de convertirnos y la Iglesia da inicio a un período de cuarenta días destinados a rememorar la Pasión y muerte del Redentor. Íntimamente vinculadas las solemnidades eclesiales y la piedad popular, ésta ha entreverado una gran cantidad de prácticas propias de la temporada, distintas en cada país y en cada región.


Hay países en donde se come para vivir; hay otros, en donde se vive para comer; en México, comemos para conmemorar, aunque después ya no tengamos para comer. En nuestro país toda conmemoración, sea de alegría o por tristeza, se encuentra íntimamente ligada a la gastronomía.


Junto a las delicias tradicionales de la mesa cuaresmal, tales como el caldo de haba, el revoltijo de romeritos y tortas de camarón, los nopales navegantes y las empanadillas de pescado, las torrejas y la capirotada, tampoco puede fallar el sonido de las matracas, la quema de los judas y el estruendo de los cohetones, imprescindibles en toda celebración nacional. En cuanto a los judas, encuentran su origen probablemente en las quemas en efigie realizadas por el Tribunal del Santo Oficio que se popularizaron por toda Iberoamérica y hasta hoy se acostumbran. Aún subsisten en México un gran número de procesiones,, la bendición de las palmas y a las puertas de las iglesias la

venta de ramos y palmas entretejidas, luciendo adornos diversos; así como la costumbre cada día más recuperada de poner el altar de Dolores el viernes anterior al Domingo de Ramos, llamado de Pasión o de Dolores.


La devoción popular sencilla y profunda, la fe del común sin explicación racional, sin

fundamentaciones científicas o filosóficas, pero sólida y sincera, recordándonos por instantes la sentencia evangélica: “Dichosos los que sin ver creyeron”, cuyas raíces se remontan a la labor evangelizadora de los primeros misioneros franciscanos, dominicos, agustinos y jesuitas, es de tal solidez que ha podido permanecer y producir abundantes frutos. Y hasta el día de hoy se manifiesta a través de expresiones sencillas, reiteradas y espontáneas que junto con otros elementos conforman nuestra identidad nacional. Podemos afirmar que no existe en la República Mexicana, estado, ciudad, pueblo o ranchería en donde no se dé culto a alguna de las innumerables advocaciones de María.


De entre las festividades marianas tradicionales en México, hablemos ahora de la celebración de la de Dolores que hace la Iglesia el Viernes de la Pasión, anterior al Domingo de Ramos y es celebrada prácticamente en todo el territorio nacional. Es importante señalar que la devoción por Ella tuvo sus inicios de los primeros momentos de labor evangelizadora realizada por los misioneros, especialmente los franciscanos.

En sus inicios , el altar se colocaba en algún balcón con vista a la calle para que todos pudieran admirarlo y hacer algún acto de piedad. Más tarde pasó a los zaguanes clásicos de las viejas casas mexicanas, o bien, al interior de las residencias. Las visitas a los altares se efectuaban al anochecer, para exhibirlos en todo su esplendor, iluminados por una gran cantidad de candelas encendidas. Para esos momentos el propietario de la casa ya tenía dispuestas grandes vasijas de aguas frescas, clásicas de la gastronomía mexicana, como la de chía, las diversas especies de horchatas, la Jamaica, el timbiriche, el tamarindo, etc. para invitar a los visitantes. En algunas casas se acostumbraba también obsequiar a los huéspedes algún bocadillo con los tradicionales sabores

de cuaresma.


El altar se conforma con una serie de objetos tradicionales mostrando el sincretismo de nuestra cultura al conjuntar elementos de origen europeo, indígena y oriental, que hasta hoy lo distinguen.

Generalmente diseñado en varios niveles para el mayor lucimiento, obviamente el lugar principal lo ocupa la imagen de la Virgen de los Dolores, ya sea en pintura o en figura de bulto, sola o al pie de un Cristo. También era frecuente poner los calvarios en donde se representaba el drama del Calvario.


Alrededor de las imágenes se dispone una gran profusión de flores multicolores, muy

especialmente el altramuz que por ser de color morado, propio de la Dolorosa; asimismo por su sentido litúrgico se colocan una gran cantidad de veladoras y candelabros con velas.


Entre las flores y las luces no pueden faltar las banderitas, frontales, manteles y servilletas

multicolores, recortados finamente en papel de china para lograr calados muy delicados, generalmente con símbolos pasionarios o marianos. Las banderitas pegadas en popotes a manera de astabandera se mezclan entre las flores o se clavan en naranjas forradas con papel dorado o plateado y con ellas otras banderitas confeccionadas en oro volador, cuya función es reflejar la luz de las velas para aumentar la luminosidad en su constante movimiento, pues por su ligereza se mueven con cualquier corriente de aire.


Otro adorno muy peculiar de este altar son las grandes esferas de vidrio azogado de diversos colores. Junto a ellas todo género de recipientes de vidrio conteniendo aguas teñidas de varios colores que nos recuerdan las lágrimas derramadas por María durante la pasión de su Hijo. Por ello, antiguamente los visitantes del altar preguntaban: ¿Lloró la Virgen?, y se les ofrecía entonces un vaso de agua.


Entre esta multitud de adornos no pueden faltar los tiestos sembrados con trigo cultivado en la sombra. Otros elementos típicos son los germinados de lenteja, chía, alegría o cebada para representar el nacimiento de la fe al pie del Calvario.


Al frente del altar, sobre el piso, se confecciona una alfombra de orígenes prehispánicos, con polvo de café, salvado, arena, pétalos de flores, formando con todo ello dibujos mareados, para enmarcar al centro el monograma de la Virgen y lograr así un mayor colorido y alegría, además de alejar a los curiosos de los frágiles adornos del altar. En algunas iglesias también se erigían esos altares. En este día el bullicio callejero era inmenso a iba en aumento a medida que caía la noche.


El gentío transitaba de un lado a otro visitando altares lo mismo en casas que en iglesias, disfrutando de las aguas frescas de mil sabores. Deambulando por el Zócalo y las calles aledañas podían encontrarse vendedores ofreciendo rosquillas, nieves, elotes y otras mil golosinas para disfrutar en el paseo nocturno.


Hoy día, los capitalinos hemos olvidado nuestras viejas costumbres. Los acordes del cilindrero, el silbido melancólico del carrito de los camotes, el gritar del mercader callejero, el estruendo de los cohetones anunciando la apertura de la Gloria, las mulitas y la procesión del Corpus, el desfile de la primavera, por dar tan sólo algunos ejemplos, no se ven más, o por lo menos escasean, como sucede con el Altar de Dolores, que antiguamente, como dice el historiador, podían verse, “lo mismo en las torres de los ricos que en la choza de los pobres”.

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