Sigamos recorriendo las calles de la vieja Ciudad der México a través de leyendas y sucesos que en ellas tuvieron lugar.
…Suceso acaecido en la calle de San Francisco, que actualmente es el primer tramo de la avenida Francisco I. Madero…
Bien portado era el mancebo, garboso y cortesano, con no sé qué majestad que se descubría en el movimiento y aire de todo el cuerpo. Los extremos de la gala y bizarría estaban en él todos juntos.
Vivía en dicha, pues que la vida le era dulce y regalada. En él se alcanzaba el placer al placer y jamás a sus deseos les dijo que no. Don Diego Suárez de Peredo estaba en la flor de su vanidad y en el verdor de sus vicios, y, por lo mismo, no hacía sino solazarse en deleites. Bailes, caballos, vinos, buena ropa y mejores mujeres, eran los únicos pensamientos de don Diego. Las solas preocupaciones suyas, buscar nuevos placeres, en cómo exprimir de la vida el gozo para beberlo a grandes tragos.
Este don Diego Suárez de Peredo, mozo alegre, elegante, derrochador, era el hijo del conde del Valle de Orizaba. De él se contaban en todos los estrados mil y mil cosas horribles. Inclinábase discretamente una dama al lado de otra dama, cubriéndose el rostro con el abanico, para decirle al oído algo tremendo que había hecho el disoluto de don Diego, y la señora que escuchaba abría la boca y los ojos del modo que a ella le parecía más propio para expresar la estupefacción, y luego, muy afligida, volvíalos al cielo y se apretaba las manos sobre el pecho y soltaba una larga exclamación de asombro. Muchas de estas pudibundas señoras que tanto se asombraban hubiesen deseado ser las heroínas, aunque desgraciadas después, venturosas en lo más íntimo, de aquel suceso que tanto parecía que las acongojaba entonces.
Los señores, graves, austeros, pacatos, se indignaban y reprochaban la desordenada vida de aquel mancebo adinerado, aunque en su más hondo yo lo envidiaba cada quien, y hubiesen querido tener en su existencia aquellos largos y profundos besos de mujeres, aquellos trajes galanos de ricas sedas, aquellas copas de buen vino que, aunque emborrachaban, ponían un contento delicioso, aquel clásico caracolear de caballos, aquellos amores tumultuosos que hervían en la existencia, ancha y libre, de don Diego Suárez de Peredo.
Los años habían arrinconado a esos señores; en las manos, pálidas y huesosas, les pusieron los rosarios y los libros piadosos, y aquella respetable gravedad que desterró la alegre elegancia de los vestidos de juventud, sólo elogiaban los terciopelos, los paños y los tafetanes negros; los colores vivos, lucientes les herían los ojos, hechos ya a penumbras discretas en las que el incienso y las veladoras dejaron la suavidad de sus fragancias.
Cada día se llenaba la ciudad de México con nuevas historias de escándalos realizados por don Diego, que tenía ciego el entendimiento y se dejaba ir a rienda suelta tras todo género de lujuria. No se hablaba sino de sus innumerables desaciertos; que iba lejos de lo justo y de la verdad.; que tenía cegados los ojos por la pasión, y que para él no valían razones ni autoridad, sino que iba barranca abajo, despeñándose de maldad en maldad, hasta que los demonios no hicieran presa de su alma, yendo a parar en las eternas lumbres del infierno, en donde ya, no valiéndole arrepentimiento, iría a abrir los ojos.
Y si esto contaba la gente escandalizada, ¿qué cosa diría su padre y qué cosa su madre ante sus constantes excesos, justificando sólo el mal y condenando la razón con sus hechos? Estos buenos señores, ¿qué pensarían del hijo que embrutecía el alma, que perdía el respeto a las leyes y el miedo y la vergüenza, sin mirar jamás por su pundonor, despreciando el claro ejemplo de ellos y viviendo con gran rotura y libertad?
A la condesa del Valle de Orizaba se le habían secados los ojos, bellos ojos tristes, de tanto y tanto llorar los constantes extravíos del hijo, que contra todo se desmesuraba y que, arrojándose desatinadamente tras de su deseo, iba sin parar, rodando por aquellas peñas abajo, haciéndose andrajos el alma. Su padre, el Conde, tan íntegro, tan gente de bien, se indignaba, llenábase de tristeza al mirarlo que no le hacía maldito el caso y que un exceso le era principio de otro mayor y que vivía sin rienda, amigo de la libertad, rompiendo como becerra negra las coyundas. En él el bien se volvía mal y el mal en peor.
Pero un día se pasó de la raya, cuando armó un gran escándalo, derrochando en una orgía alocada una gruesa suma, le dijo el Conde, entre dolido e indignado:
-Hijo, recuerda el refrán que dice que el que en gastos va muy lejos, no hará casa con azulejos.
Le pudo haber dicho otro viejo refrán español que expresa lo mismo: quien a los treinta no asesa, no comprará dehesa.
Si los buenos consejos de sacerdotes y frailes,, si los reproches constantes que le hicieron caballeros prudentes, si los regaños de su padre y las delicadas súplicas de la madre, jamás lo hicieron cambiar, ¿por qué aquel refrán lo puso tan pensativo?
En dondequiera y a todas horas, oía ese dicho y luego surgía ante su vista una hueste de visiones malas, sus pecados corporizados, y al verlos tan inmundos su mente caía en amargos pensamientos y lloraba de arrepentimiento. Así despertó su conciencia y le empezó a reprenderle por su mala conducta. Entonces volvió la espalda a las culpas y recomenzó vida nueva. La prudente meditación engendra siempre dichosos acontecimientos.
Ya don Diego era muy otro; la lumbre de su entendimiento, que estaba antes apagada, lucía ya clara. Dejó a sus mujeres, locas pelanduscas de rompe y rasga, y abandonó también para siempre a su camarilla de amigos de vino, guitarra y juerga. Cansóse del mal y buscó el bien. Se puso con empeño a fomentar sus propiedades, a atender sus bienes, y con aquella vida de respeto a los demás y a sí propio halló contento, hacienda y honra. Encontró un gusto nuevo en el trabajo. Multiplicó sus caudales a la vez que se limpió el alma de vicios. Iba don Diego Suárez de Peredo de bien en mejor, perfumándose muy aprisa. No tenía sino prósperos sucesos y vivía con felicidad. Pero no apartaba el pensamiento del adagio que le dijera su padre un día; quería a todo trance hacer la casa de azulejos para dar buen testimonio de su arrepentimiento.
Se entendió don Diego con un hábil maestro de obras, el de más fama en México, para que le labrase la casa-palacio que quería levantar en el mejor solar de la ciudad. Ese maestro fue un ascendiente suyo, fray Diego Suárez de Peredo, religioso del convento de Zacatecas. Pero después pensó que era preferible reedificar la vieja casa, que se levantó en el siglo XVI, sita en la esquina de San Francisco y callejón de la Condesa, que así se llamaba por una de sus ascendientes, casa que adquirió su familia desde el año de 1590, y en donde había nacido y en donde su padre le dijo aquel antiguo dicho español que lo puso en camino de perfección.
Con ese fraile, su pariente, gran artista, discutió largamente los preciosos diseños que le hizo; les aumentaba, les quitaba, hasta que al fin quedaron al gusto suyo, arreglados a las grandes necesidades de su magnificencia; pero su padre había muerto tiempo hacía, sin haber visto el esplendor de esa morada que quedó revestida de maravillosos azulejos.
Al darle fin don Diego, al ponerle con sus mismas manos la última piedra y al alhajarla con gran atuendo, con soberbia y refinada magnificencia, se le llenó al alma de gozoso y delicioso placer que lo inundaba de bienestar, pues sentía al lado suyo la invisible presencia de su padre anciano, con una amplia sonrisa de satisfacción, de inefable bondad.
El palacio, de elegante traza, que levantó el arrepentido conde del Valle de Orizaba es el edificio que se llama Casa de los Azulejos -esquina de la avenida Madero con la 2ª. De la Condesa- que lo recubren todo blancos y azules, con su tantico de amarillo, imitando ricos tapices orientales prendidos a sus muros, por los que corre y se quiebra la luz en mil reflejos, dándole siempre plenitud de vida luminosa.
Comments