(tomado de la recopilación de hechos legendarios que conocieron las habitantes de la Nueva España y otras ciudades importantes del virreinato, trabajo de rescate llevado a cabo por don Jermán Argueta)
Leyenda: Misa macabra en la catedral de la antigua Valladolid, hoy Morelia
…hay historias que nacen en el cobijo de la noche y es ahí, en las tinieblas, donde existen; ta,bién en su pensamiento…
El padre Vélez había escuchado habladurías acerca de apariciones, ruidos inexplicables, sombras movedizas, y voces al interior y fuera del templo Catedral; y nunca había hecho caso de ello. Desde luego, para él se trataba de superchería natural de gente ignorante de las cosas de Dios; perdonable porque a lo mejor era su manera de buscar la fe que les hacía falta. ¡Pobres ovejas del Señor!, se repetía para sí.
También él había sido testigo de hechos que parecían sobrenaturales: un candelabro que de repente caía, el estallido de algún cristal, un soplo repentino de viento en la quietud, el escuchar alguna voz salida de la nada, pero todo tenía una explicación: un candelabro mal puesto, un cristal que estallaba por algún repentino cambio de la temperatura ambiente, una voz que la bóveda dilataba. En realidad, ese tipo de preocupaciones era de las que menos lo ocupaban. El padre Vélez gustaba que la Catedral siempre estuviera limpia y cuidaba celosamente de que todos los sagrados utensilio estuvieran en orden para cada ceremonia religiosa, y los mismo cuidaba de que éstas iniciaran en los horarios establecidos y, desde luego, de la catequesis de los niños para su próxima comunión.
Sí, porque se figuraba que los niños eran como esas pequeñas mariposas blancas que revoloteaban a toda hora en los jardines y, en ocasiones, aún en el mismo interior de la Catedral. Y, ese día en particular, el aire en los alrededores se había llenado de mariposas blancas, como si el Señor se hubiera complacido en llenar el mundo con las santas almas de los niños muertos, según las creencias de la gente.
El padre sacristán, ayudado por doña Mariquita Garduño y Lupita Gómez, las encargadas de la limpieza, trapeó el piso y dejó el altar listo para la primera misa del día siguiente. Apagó las veladoras y las luces, dejando encendida la lámpara votiva como siempre, y se hinco respetuosamente ante la guarda del Santísimo como para decirle: “Estás servido, Señor” Con el rosario había caído la tarde, con un cielo pleno de amenazas de aguacero, sin embargo solamente cayó una lluvia que arañó durante algunos minutos la ventana de su alcoba, que quedaba en alguna de las esquinas del curato. Acostumbraba adormir temprano, después de la merienda que doña Margarita le llevaba hasta el cuarto, pero esa noche se entretuvo en la lectura de una de las cartas de San Pablo, con la finalidad de reprender a las mujeres que les había dado por ponerse a trabajar sin ponerse a considerar que su sagrado deber estaba en el cuidado de los hijos y de la santidad del hogar. “¿Dónde terminará el mundo, cada día más alejado del Señor?”, se preguntó mientras el sueño lo vencía allí, en el sillón donde solía disfrutar de la lectura, en medio de un silencio que se había posesionado de cada rincón de la tierra.
No era la media noche cuando el repique de las campanas lo despertó. Aquello no era posible, si él mismo era el encargado de llamar a misa. Instintivamente miró hacia el reloj, mas para cerciorarse que se trataba de un sueño y sin más dilación salió del cuarto. Debería tratarse de algún bromista, sin duda, ya que doña Mariquita y él eran las únicas personas que dormían en Catedral. Desde el patio del curato pudo ver los ventanales iluminados de Catedral, como en alguna misa de gallo. ¿O era que a él se le había olvidado apagar las luces?, se preguntó mientras apresuraba el paso, pero esa vez les daría una ejemplar lección a los bromistas. Sin embargo, al encontrarse de pronto ante lo que le parecía ser una improvisada misa como se acostumbraba antiguamente, con un coro que cantaba armoniosamente las alabanzas mientras el padre oficiante, vestido con un ropaje donde relumbraban las bordaduras con hilos de oro y plata, levantaba la sagrada hostia mientras que un acólito hacía sonar la campanilla para solemnizar el momento, en tanto que otros dos acólitos dirigían el movimiento del incensario hacia el altar, lanzando nubes de incienso que prontamente avanzaron entre los frailes de rostro cubierto por la capucha del negro hábito, mujeres con negro velo de seda que caía de la cabeza a los hombros, hombres con la mirada gacha en señal de perpetuo arrepentimiento.
-¡Basta, alto a este sacrilegio!- rugió el padre sacristán, blandiendo los puños contra aquellos extraños que se habían atrevido a tanto.
Repentinamente el coro calló y se hizo un silencio que pareció golpearlo haciéndolo estremecer de pies a cabeza.
-¿Pero, quiénes son ustedes?- preguntó con angustia, y su voz se apagó. Intentó apelar a su capacidad de raciocinio, debía existir alguna explicación. Seguramente de manera vívida soñaba, dormido en su sillón y con un libro en las manos.
-Silencio, hermano, que estamos en la sagrada misa- dijo uno de los frailes, volteando hacia él, haciendo la señal con un huesudo dedo.
Horrorizado, el sacerdote miró los huesos de lo que un día fue un rostro y la macabra oquedad de las orbitas oculares que parecían observarlo fijamente desde las sombras, dio un paso atrás y fue cuando pudo darse cuenta de los esqueléticos rostros que había bajo las capuchas de hábitos y velos, presa del terror tropezó con aquellos cuerpos que parecían salir al paso, hasta el momento en que se derrumbó contra uno de los muros, al tiempo que el coro reiniciaba su fúnebre cántico.
Al día siguiente doña Mariquita encontró al padre Vélez, quien murió pocas horas después presa de un desconocido y mortal delirio que lo llevó a la tumba.
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