Para cerrar este mes y los quinientos años del fin del Quinto Sol, quiero recurrir a don Eduardo Galeano en cuya Memoria del Fuego nos deja una muy personal visión de los eventos de aquella época y algunos de los personajes que los protagonizaron.
Palabras de Galeano transcrita en una que otra viñeta que aquí reproducimos:
1514 Río Sinú (cerca del Darien)
EL REQUERIMIENTO
Han navegado mucha mar y tiempo y están hartos de calores, selvas y mosquitos. Cumplen, sin embargo, las instrucciones del rey: no se puede atacar a los indígenas sin requerir, antes, su sometimiento. San Agustín autoriza la guerra contra quienes abusan de su libertad, porque en su libertad peligrarían no siendo domados; pero bien dice San Isidoro que ninguna guerra es justa sin previa declaración.
Antes de lanzarse sobre el oro, los granos de oro quizá grandes como huevos, el abogado Martín Fernández de Enciso lee con puntos y comas el ultimátum que el intérprete, a los tropezones, demorándose en la entrega, va traduciendo.
Enciso habla en nombre del rey don Fernando y de la reina doña Juana, su hija, domadores de las gentes bárbaras. Hace saber a los indios del Sinú que Dios ha venido al mundo y ha dejado en su lugar a San Pedro, que San Pedro tiene por sucesor al Santo Padre y que el Santo Padre, Señor del Universo, ha hecho merced al rey de Castilla de toda la tierra de las Indias y de esta península.
Los soldados se asan en las armaduras. Enciso, letra menuda y sílaba lenta, requiere a los indios que dejesn estas tierras, pues no les pertenecen, y que si quieren quedarse a vivir aquí, paguen a sus Altezas tributo de oro en señal de obediencia. El intérprete hace lo que puede.
Los dos caciques escuchan, sentados, sin parpadear, al raro personaje que les anuncia que en caso de negativa o demora les hará la guerra, los convertirá en esclavos y también a sus mujeres y a sus hijos y como tales los venderá y dispondrá de ellos, y que las muertes y los daños de esa justa guerra no serán culpa de los españoles.
Contestan los caciques, sin mirar a Enciso, que muy generoso con lo ajeno había sido el Santo Padre, que borracho debería estar cuando dispuso de lo que no era suyo, y que el rey de Castilla es un atrevido, porque viene a amenazar a quien no conoce.
Entonces, corre la sangre.
En lo sucesivo, el largo discurso se leerá en plena noche, sin intérprete y a media legua de las aldeas que serán asaltadas por sorpresa. Los indígenas, dormidos, no escucharán las palabras que los declaran culpables de los crímenes cometidos contra ellos.
Francfort 1519
CARLOS V
Hace medio siglo que ha muerto Gutenberg y las imprentas se multiplican en toda Europa: editan la Biblia en letras góticas y en números góticos las cotizaciones del oro y de la plata. El monarca devora hombres y los hombres cagan monedas de oro en el Jardín de las Delicias del Bosco; y Miguel Ángel, mientras pinta y esculpe sus atléticos santos y profetas, escribe: “La sangre de Cristo se vende por cucharadas”. Todo tiene precio: el trono del papa y la corona de los reyes, el capelo de los cardinales y la mitra de los obispos. Se compran indulgencias, excomuniones y títulos de nobleza. La Iglesia considera pecado el préstamo a interés, pero el Santo Padre hipoteca a los banqueros las tierras del Vaticano; y a orillas del Rin se ofrece al mejor postor la corona del Sacro Imperio.
Tres candidatos disputan la herencia de Carlomagno. Loso príncipes electores juran por la pureza de sus votos y la limpieza de sus manos y se pronuncian al mediodía, hora del ángelus: venden la corona de Europa al rey de España, arlos I, hijo del seductor y la loca y nieto de los reyes católicos, a cambio de ochocientos cincuenta mil florines que ponen sobre la mesa los banqueros alemanes Füger y Welser.
Carlos I se convierte en Carlos V, emperador de España, Alemania, Austria, Nápoles, Sicilia, los Países Bajos y el inmenso Nuevo Mundo, defensor de la fe católica y vicario guerrero de Dios en la tierra.
Mientras tanto, los musulmanes amenazan las fronteras y Martín Lutero clava a martillazos, en la puerta de una iglesia de Wittemberg, sus desafiantes herejías. “Un príncipe debe tener la guerra por único objetivo y pensamiento”, ha escrito Maquiavelo. A los diecinueve años, el nuevo monarca es el hombre más poderoso de la historia. De rodillas besa la espada.
Cempoala 1519
CORTES
Crepúsculo de altas llamas en la costa de Veracruz. Once naves están ardiendo y arden los soldados rebeldes que cuelgan de los penoles de la nave capitana. Mientras abre sus fauces la mar devorando las fogatas, Hernán Cortés, de pie sobre la arena, aprieta el pomo de la espada y se descubre la cabeza.
No sólo las naves y los ahorcados se han ido a pique. Ya no habrá regreso; ni más vida que la que nazca desde ahora, así traiga consigo el oro y la gloria o la acompañe el buitre de la derrota. En la playa de Veracruz se han hundido los sueños de quienes bien quisieran volverse a Cuba, a dormir la siesta colonial en hamacas de redes, envueltos en melenas de mujer y humos de tabaco: la mar conduce al pasado y la tierra al peligro. A lomo de caballo irán los que han podido pagarlo, y a pie los demás: setecientos hombres. México adentro, hacia la sierra y los volcanes y el misterio de Moctezuma.
Cortés se ajusta su sombrero de plumas y da la espalda a las llamas. De un galope llega al caserío indígena de Cempoala, mientras se hace la noche. Nada dice a la tropa. Ya se irán enterando.
Bebe vino, solo en su tienda. Quizás piensa en los hombres que mató sin confesión o en las mujeres que acostó sin boda desde sus días de estudiante en Salamanca, que tan remotos parecen, o en sus perdidos años de burócrata en las Antillas, durante el tiempo de la espera. Quizá piensa en el gobernador Diego Velázquez, que pronto temblará de furia en Santiago de Cuba. Seguramente sonríe si piensa en ese soposo dormilón, cuyas órdenes nunca más obedecerá; o en la sorpresa que espera a los soldados que está escuchando reír y maldecir en las ruedas de dados y naipes del campamento.
Algo de eso le anda en la cabeza, o quizá la fascinación y el pánico de los días por venir; y entonces alza la mirada, la ve en la puerta y a contraluz la reconoce. Se llamaba Malinali cuando se la regaló el cacique de Tabasco. Se llama Marina desde hace una semana.
Cortés habla unas cuantas palabras mientras ella, inmóvil, espera. Después, sin un gesto, la muchacha se desata el pelo y la ropa. Un revoltijo de telas de colores cae entre sus pies desnudos y él calla cuando aparece y resplandece el cuerpo.
A pocos pasos de allí, el soldado Bernal Díaz del Castillo escribe, a la luz de la luna, la crónica de la jornada. Usa de mesa un tambor.
Tenochtitlán 1519
LA CAPITAL DE LOS AZTECAS
Mudos de hermosura, los conquistadores cabalgan por la calzada. Tenochtitlán parece arrancada de las páginas de Amadís, “cosas nunca oídas, ni vistas, ni aún soñadas…” El sol se alza tras los volcanes, entra en la laguna y rompe en jirones la niebla que flota. La ciudad, calles, acequias, templos de altas torres , se despliega y fulgura. Una multitud sale a recibir a los invasores, en silencio y sin prisa, mientras infinitas canoas abren surcos en las aguas de cobalto
Moctezuma llega en litera, sentado en suave piel de jaguar, bajo palio de oro, perlas y plumas verdes. Los señores del reino van barriendo el suelo que pisará. Él da la bienvenida al dios Quetzaclcóatl.
Los que acompañan a Quetzalcóatl reciben guirnaldas de magnolias y girasoles, collares de flores en los cuellos, en los brazos, en los pechos: la flor del escudo y la flor del corazón, la flor del buen aroma y la muy amarilla.
Quetzalcóatl nación en Extremadura y desembarcó en tierras de América con un hatillo de ropa al hombro y un par de monedas en la bolsa. Tenía diecinueve años cuando pisó las piedras del muelle de Santo Domingo. Ahora ha cumplido treinta y cuatro y es capitán de gran ventura. Viste armadura de hierro negro y conduce un ejército de jinetes, lanceros, ballesteros, escopeteros y perros feroces. Ha prometido a sus soldados: “Yo os haré, en muy breve tiempo, los más ricos hombres de cuantos jamás han pasado a las Indias”.
El emperador Moctezuma, que abre las puertas de Tenochtitlán, acabará pronto. De aquí a poco será llamado “mujer de los españoles” y morirá por las pedradas de su gente. El joven Cuauhtémoc ocupará su sitio. Él peleará.
CANTO AZTECA DEL ESCUDO
Sobre el escudo, la virgen dio a luz
Al gran guerrero.
Sobre el escudo, la virgen dio a luz
Al gran guerrero.
En la montaña de la serpiente, el vencedor.
Entre montañas,
Con pintura de guerra
Y con escudo de águila.
Nadie, por cierto, pudo hacerle frente.
La tierra se puso a dar vueltas
Cuando él se pintó de guerra
Y alzó el escudo.
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