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Hortensia Contreras

EL ALACRÁN DE FRAY ANSELMO

(tradición de la calle de San Diego, hoy día del Doctor Mora).


Don Lorenzo Baena, de rico que era, ahora andaba escaso y necesitado. Se le agotó todo su caudal y la miseria furiosamente lo atropelló. Don Lorenzo Baena tenía el alma llena de ternura, será sencillo y afectuoso. A lo largo de sus días no había una sola huella de odio, sino sólo dulzura y bondad. Y se sonreía tranquilo ante su desgracia, igual que cuando gozaba de la opulencia. Inclinaba humildemente la cabeza, y abriendo los brazos decía: “¡Qué le vamos a hacer, qué le vamos a hacer!” Jamás una palabra amarga o dura salía de sus labios. Todo perdón y misericordia era don Lorenzo. Su vida pasaba tranquila y resignada.


Fletó un barco don Lorenzo, cargándolo con abundante genero para el Perú, y el barco fue apresado por piratas, luego compró don Lorenzo otra nao con mercancía diversa pero la nave zozobró en una furiosa borrasca; mandó una importante conducta de plata a las Provincias de Occidente, e indios bárbaros la asaltaron. Iba con la conducta su hijo Jorge a entregar en Querétaro a los cofrades de Santa Rosa una opulenta reja de tumbaga, que, por mediación de don Lorenzo, mandaron fundir a Macao de la China, y el hijo, esbelto y rubio, fue asesinado por los indios. La esposa de don Lorenzo se llenó de abatimiento; una tristeza profunda la fue consumiendo, y al fin el Señor la reclamó a su vera. Así y todo don Lorenzo no perdía la dulce serenidad que lo embargaba.

Lo seguía la mala ventura como una sombra fiel. Todos le reclamaban en su hacienda. No había gente que no se le atreviera. Tuvo que vender sus muebles, su casa…salió de ella levando el retrato de su esposa; lo veía y lloraba, y doña Catalina, desde el marco de oro, lo veía también con sus ojos azules y tristes.


Don Lorenzo, fuera ya de la traza de la ciudad, vivía en un cuartito, muriendo de hambre. Pasaba muchas necesidades don Lorenzo, Apenas si tenía un bocado que llevar a los labios. Los que fueron sus amigos, al verlo pobre y desventurado, le volvieron la espalda. Iba a pedir trabajo a los que él hizo ricos y se lo negaban con aspereza. Don Lorenzo estaba en las últimas; su paso era ya arrastrado titubeante: hablaba, y de pronto quedábase con la boca abierta, mirando con ojos vagos, porque se le perdía el asunto de que trataba.


Una mañana, no supo ni cómo, entró en el convento de San Diego. Pasito a paso salió de su mísera vivienda, pensando en que aquel día se hacían dos años desde que murió su esposa; le rogaría a un padre que, por amor de Dios, le dijese a su doña Catalina una misa. Vería fray Anselmo de Medina, que amparaba siempre las necesidades de todos. Fray Anselmo era bondadoso y feliz; un alma llena de compasión y ternura. Tenía la fe sencilla y firme. Había tal cordialidad en sus palabras que llenaban de paz los corazones. Por santo se le tenía y como a santo se le veneraba. Fray Anselmo de Medina era un celeste criatura de Dios, lleno de ardiente caridad y amor por el prójimo.

Don Lorenzo entró en la celda de fray Anselmo de Medina. Era esta blanca, humilde y pulcra como su espíritu. Sólo una vieja mesa, un sillón viejo también y unas tablas sin cepillar que eran la cama con una piedra por cabezal.


--Pase, hermano, pase, ¿Qué lo trae por aquí?


--Padre mío, ya no sé qué hacer. Todas las puertas se me cierran. Ya se me va la

esperanza. No puedo más. Deme su ayuda, fray Anselmo.


--Hijo, ¿qué es lo que quiere, dígame?


--Ya está al llegar la nao de la China. ¿No oyó ayer el repique? Deme, présteme padre un poco de dinero, y yo compraré algo de sedas y lacas, para ver si salgo adelante, pues la negra miseria me sigue tenaz y nadie quiere ayudarme, padre, nadie. Con quinientos pesos…


--¡Quinientos pesos! Mira, hijo, ya vendí mis libros, me dieron un hábito nuevo y lo di a unos pobres. No tengo nada, hijo, nada. Estoy desnudo de todo bien. Ya en el convento no quieren darme cosa alguna, pues dicen que despilfarro ¿Señor qué doy a este buen hombre, quiero ayudarlo, pero cómo?


Fray Anselmo mirada suplicante al crucifijo. Lleno de angustia, se le llenaron los ojos de lágrimas, porque no podía remediar el infortunio de aquel hombre bueno y sencillo. En esto vio fray Anselmo que empezó a bajar por la pared un alacrán, un alacrán largo y rubio. Cuando lo tuvo a su alcance lo cogió con suavidad, lo envolvió en un papel y entregándoselo a don Lorenzo le dijo:


--Tenga hermano. Lleve esto al Monte de Piedad de Almas, a ver cuánto le dan, y que Dios le ayude. Si lleve este alacrán, no tengo más. Y Rece una salve por el alma del buen caballero don Pedro Romero de Torres, conde de Regla, que fundó esa institución, y que tanto bien ha hecho a los pobres. Adiós don Lorenzo, y que Dios lo acompañe.

--Que El quede con su reverencia, y pídale por mí.


Don Lorenzo legó al Real Monte de Piedad temblando. ¿Cómo iba a empeñar aquello? Seguro se burlarían de él y hasta lo enviarían a la cárcel. ¡Pero si fray Anselmo le dijo que llevara ese alacrán al Monte de Piedad! Bueno pues lo entregaría allí, ¿qué podía perder? Y alargó, temblando, el pequeño envoltorio. Se sintió don Lorenzo más humilde, más poquita cosa, más insignificante; se tenía a sí mismo una lástima infinita. Sus ojos eran una muda imploración de piedad.


Tomó el dependiente el pequeño paquete y al abrirlo se llenó de azoro. Con asombro veía a don Lorenzo de arriba abajo. Don Lorenzo cerró los ojos esperando el golpe rezando un avemaría; pero los abrió cuando oyó que le dijeron:


¿Cuánto quiere, señor, por esta maravilla?


Entonces también don Lorenzo se quedó atónito, tembloroso y lanzó un vago grito de estupor al ver que el dependiente tenía entre las manos un gran alacrán de filigrana de oro, rutilante de pedrería, esmeraldas, rubíes, topacios, amatistas, infinidad de diamantes esplendorosos.


--Le daré tres mil pesos, ¿quiere?


Don Lorenzo de regocijo, tomó el dinero y salió esa misma tarde para San Diego de Acapulco. La nao acababa de anclar, magnífica, volcando sus tesoros ante el alborozo de la multitud. Y compró tafetanes, noblezas, damascos, las telas más hermosas que entre sus maravillas trajo la nao de China. Y volvió a México donde pronto señoras y caballeros le agotaron su preciosa mercancía.


Don Lorenzo mejoraba muy aprisa. Adquirió luego otras mercancías maravillosas y sus beneficios fueron enormes. Muchos y abundantes dineros metió en sus arcas. Y volvió a ser rico don Lorenzo Baena. Volvió a tener amigos que le decían palabras cariñosas y lo llenaban de halagos.


La fortuna le volvió a sonreír a don Lorenzo Baena. De entre los pies le nacía el bien y, sin saber cómo, se le multiplicaba.


Fray Anselmo de Medina le levantó su fortuna. Decía don Lorenzo que tenía que recompensar ampliamente a fray Anselmo. Tenía que hacerlo, así que rescató del Monte de Piedad el alacrán de oro, lo envolvió con cuidado, y se lo llevó como regalo al buen fraile dieguino.


Fray Anselmo se hallaba en su celda, junto a la ventana. Tenía en la mano un pajarito que estaba cantando. Al entrar don Lorenzo voló el pájaro y se fue a la cima de un ciprés, donde siguió cantando. Don Lorenzo le dijo humildes palabras de agradecimiento a fray Anselmo; le besaba las manos y lo veía con inefable ternura. Le entregó la preciosa joya. Fray Anselmo, sin mirarla, la desenvolvió y tomándola con suavidad, se acercó a la pared y puso el alacrán en el mismo sitio de donde lo había tomado antes, y acariciándolo, le dijo:


--Anda, sigue tu camino, criaturita de Dios.


Y el alacrán, largo y rubio, empezó a caminar lento, ondulante, por la blanca pared. El pájaro volvió al alféizar de la ventana y empezó a cantar con alegría.




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