(Leyenda de la calle de la Perpetua. Se llamaba así por
estar en ella la cárcel del Santo Oficio de la Inquisición
en la que se encerraba en estrechos calabozos a los
sentenciados por ese Tribunal a tener por vida perpetua
prisión. Su nombre original, larguísimo y, por lo mismo
indecible, era el de Calle que va del colegio de San Pedro
y San Pablo al monasterio de la Concepción. Es ahora la
1ª de la República de Venezuela).
Recatada, hermosa y católica era esta mujer. Decían que se dedicaba a la nigromancia, a la geomancia y a las misteriosas artes adivinatorias. Decían que tenía firmado pacto con el diablo. Decían también que por las noches los vidrios de su ventana se untaban de pronto con el relámpago fugitivo de una luz lívida y verde; que de su casa salía siempre un picante olor a azufre y otros aromas nefastos, y que le habían visto una camarilla con alambiques, picudas retortas y hornillos en los que se calentaban vasijas con líquidos extraños, amarillos, colorados, azules, negros, que ponían en el aire una turbadora pestilencia.
Otros aseguraban que en quietas noches de luna la había visto salir volando por encima de su tejado; que sin duda iba al aquelarre a juntarse con otros adoradores de los ritos nefandos en honor a Belcebú, a Leviatán y a su señor Astarot. Esta mujer, que todos que se dedicaba a la magia, a los hechizos, era hermosa, recatada y católica; iba a misa, se confesaba, comulgaba y era muy asidua al rezo; acudía con larga mano al socorro de los necesitados y siempre remediaba las miserias con afectuosa suavidad diciendo cosas gratas, delicadas, que subrayaba con una acogedora sonrisa, y, así y todo, tenía fama de bruja. Al pasar las gentes junto a ella rezaban una oración, se santiguaban, besaban una medalla o apretaban con mano temblorosa el rosario.
A esta mujer la llamaban la Mulata. Era bella y con donaire; poseía una gracia tan exquisita, tan cautivante y era tan embelesadora que se llevaba con fácil encanto los afectos de todos. Tenía muchos enamorados que la cortejaban. Casi a diario le llevaban música y le hacían regalos; pero a todos desdeñaba por igual, y no hubo un solo hombre que la atara. A nadie le mostró finezas de amor. Por eso se decía que estaba entregada al poder del diablo y que éste fue el único que le ganó el corazón y la voluntad.
Lo cierto era que si alguien tenía por imposible alguna cosa, si anhelaba un deseo irrealizable, y si se iba a la Mulata a pedirle ayuda, ella conseguía al punto que se alcanzaran aún las cosas más difíciles de lograr. Si faltaba en una vida amor, dinero, salud, ella obtenía con sus conjuros, con sus ensalmos misteriosos y con sus encantamientos, que entraran esos bienes a decorar esa vida con su gracia anhelada. No había para la Mulata cosa imposible; todo era para ella claro y sencillo: los más hermosos misterios se develaban ante sus designios. ¡Qué cosa escondida o remota se le podía pedir a esa mujer que no la concediera al punto?
Pero todo lo que otorgaba, los innumerables beneficios que traía sobre la gente, no le reportaban ninguna ganancia de dinero, porque jamás cobraba nada por sus servicios. Todo lo hacía con gran desinterés, y esto era lo que llamaba poderosamente la atención en toda Córdoba, porque en la ciudad de Córdoba era donde vivía esta extraordinario mujer. Si nadie le pagaba, entonces ¡de dónde aquel dinero con el que hacía numerosas caridades y el dinero para proporcionarse el holgado decoro, la elegancia de su casa? Su casa estaba adornada con magnificencia y ella se vestía con un lujo exquisito, se adornaba siempre con joyas suntuosas que brillaban en los terciopelos y tafetanes de sus trajes.
Pero si todo el mundo se admiraba de ver el lujoso atuendo de su morada y de su persona, sin que se le conocieran bienes, más se sorprendía de que pasaban años y más años y no se le marchitaba la frescura con la edad. La vejez simplemente no le ajaba la hermosura. El tiempo no le quitaba la lozanía, sino que cada vez estaba más hermosa y deseable en su esplendoroso otoño.
Por todo el país corrió la fama de los raros prodigios que obraba la Mulata de Córdoba, y no sólo de la ciudad de México, sino de todo el reino iba la gente, anhelante, a que le diera favor y socorro en sus necesidades, y todos quedaban maravillados del poder oculto que tenía. Emprendía lo difícil, miraba de frente lo terrible y vencía pronto toda dificultad, pues para ella no había nada que se le pusiera delante. En toda la Nueva España, cuando a alguien se le pedía que hiciera algo difícil, siempre contestaba: “¡Oigan, que no soy la Mulata de Córdoba!” Pues la Mulata llevaba a cabo lo más dificultoso, con agradable facilidad.
Pero ante los raros prodigios de esta mujer singular no podía permanecer indiferente el Santo Tribunal de la Inquisición. Antes de que la Mulata pudiera adivinar que la iban a aprehender, los del Santo Oficio la buscaron y la aprehendieron. Argolladas y presas le pusieron las manos por la espalda y la encerraron en una jaula para llevarla a México. El día que llegó a la capital todo el mundo salió para verla. Ella pasaba por la multitud sus ojos enigmáticos, cambiantes y aterciopelados, y la gente, al sentirlos sobre sí, tenía un vago estremecimiento de terror. Cruzando en medio de un silencia sepulcral, llegó la Mulata a la casa en que tenía asiento el terrible Tribunal. Traspuso la puerta con serena tranquilidad y la arrojaron a un calabozo inmundo donde ella entró impávida, llena de calma, sonriendo con apacible gracia, como si agradeciera una fina invitación.
Se le empezó a instruir el proceso. Pasaron meses y meses y, al fin, se dio por acabada su causa; se le condenó, como no podía ser menos, a que se le confiscaran todos sus bienes y a ser relajada. Se vio después en grado de revista la abultada causa, y se ratificó en todos sus capítulos la sentencia, que condenaba a la Mulata a la muerte en la hoguera por hechicera, relapsa y contumaz. Se empezó a preparar el auto de fe. La gente ardía en curiosidad por verlo y preparaba sus tristes ropas de luto, y terciopelos negros para cubrir los balcones. No quedaría alma viviente en ninguna casa de la ciudad; todos acudirían a la Plaza Mayor, y luego al Quemadero.
En ese auto se iba a a castigar, a más de la célebre Mulata de Córdoba, a otros herejes, algunos luteranos y a otros bígamos; se quemaría en efigie a varios reos que habían huído o que habían muerto, y los huesos de éstos arderían en las santas hogueras inquisitoriales.. Toda una asquerosa humanidad sería achicharrada en el quemadero de San Diego.
Un día antes de auto de fe la ciudad se llenó toda de admiración y a su vez de consternado pavor; un anhelante azoro corrió por toda ella; desapareció de las cárceles de la Inquisición la Mulata de Córdoba. El carcelero, al llevarle el desayuno al calabozo, se encontró, muy sorprendido, con que la Mulata estaba suntuosamente vestida con un elegante traje verde, toda ella enjoyada y envuelta en perfumes delicados.
La mujer recibió al carcelero sonriendo con amabilidad y le mostró un barco pintado en la pared de la celda. ¿De dónde había sacado la Mulata de Córdoba aquellos olores y aquel precioso vestido? ¿Quién pintó en el muro ese navío de modo tan perfecto? Con la punta de los dedos tomó la Mulata, con fina delicadeza cortesana, la ancha falda y graciosamente la levantó un poco por delante, dejando ver así los chapines de raso, e hizo una gentil reverencia al carcelero y saltó con agilidad al navío, que al punto hincho todas sus velas como empujado por un gran viento, y echó a andar, alejándose blanco y bamboleante. Poco a poco el barco se fue diluyendo en la oscuridad de una indefinible lejanía, y sólo se miraba en la negrura, aislada, náufraga, la mano de la Mulata de Córdoba agitándose en un adiós, lenta, leve, graciosa y, por fin, también esa mano se disolvió en la tiniebla, quedando en el aire del calabozo un sutil olor de rosas frescas.
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