Sucedido en la Calle de San Francisco, ahora avenida Madero. La casa que
aquí se nombra, estaba situada en parte del predio en que ahora está el
Palacio de Iturbide.
Y continuamos repasando leyendas y tradiciones de las calles de la Ciudad de México, de la mano de don Artemio del Valle-Arizpe…
El virrey don Francisco Fernández de la Cueva, duque de Albuquerque, está en su despacho. Pensativo se halla Su Excelencia. Tiene encima de su escritorio unos papeles en los que compone rigurosas leyes sobre el juego. Su pensamiento está contrariado, preocupado. Traza mil imaginaciones queriendo llegar a la verdad, pero, ¿para qué quiere ir a la verdad, si son puras quimeras las que llenan su cerebro? Sí, son puras quimeras, locas fantasías; claro que lo son.
¿Cómo podía faltarle su esposa, la duquesa? ¡Imposible! Toma la pluma el Virrey y se pone a escribir. Escribe una página con sosiego, pero de pronto queda con la pluma en el aire, levanta la cabeza y vuelve a entrar en terribles cavilaciones; es atacado por olas de pensamientos y de dudas. No, no es mentira, ya claras sospechas tiene de ello. Da un recio puñetazo en la mesa. Del tintero de loza saltan las plumas, saltan las arenillas brilladoras y también de la cajuela de laca la gama de bellos colores. Se levanta Su Excelencia y se pone a dar inquietos paseos por la estancia, con las manos cruzadas sobre la espalda y la cabeza inclinada, murmurando palabras sin sentido.
De pronto palidece y se enciende de cólera. Se detiene ante un gran retrato de la virreina en que se muestra con escotado corpiño de color amaranto, sosteniendo una rosa roja en la mano mientras sonríe con gracia. Sus ojos son límpidos, serenos; por esos ojos no ha pasado el pecado, esos ojos azules siempre lo han visto a él con amor y entrega. No, doña Juana Francisca no ama al contador don Francisco de Córdoba; ningún amor ilícito ha hecho morada en su pecho.
Doña Juana Francisca está en sus piadosos ejercicios, su pensamiento lo concentra en sus obras de caridad, en sus monjas, en su Cristo y en sus novenas. El la ve siempre tranquila, bordando, con sereno reposo su paños de tisú o hilando en seda, o bien, tañe el laúd y toca con agilidad el clavicordio. No, no puede haber, no hay falsedad en ella. No tiene doña Juana una cosa en el corazón y muestra otra en las palabras. Ella ha puesto pendones de santidad y de virtud. Al pensar en esto el Virrey parece que en el retrato se afina más la límpida claridad de los ojos azules y que le ofrece la rosa roja que sostiene entre sus delicados dedos.
Vuelve el Virrey a sus papeles. La fuente de la plaza mete hasta el sosiego de la estancia su voz límpida y fresca. La tarde va cayendo suavemente, Las campanas suenan las avemarías solemnes, graves y cantarinas. Toda la ciudad está vibrante de campanas. De una habitación próxima penetran las notas de un clavicordio, y por esos sonidos se le van los pensamientos al Virrey, llenos ya de feliz optimismo. Termina la música , se abre una puerta y se escucha un leve crujir de sedas. La que entra es la señora Virreina, doña Juana Francisca de Rivera y Armendáriz, marquesa de Cadereyta y condesa de la Torre.
Delante de ella viene un perfume exquisito. Ya al duque de Albuquerque, viendo a su esposa, oyéndola cerca de sí, se le fueron por entero sus malos pensamientos. Lo tenían tomado los celos. Sabía doña Juana que al día siguiente iba a ir el duque a las afueras de la ciudad a examinar las obras del desagüe; sabía bien que era difícil el camino y, por lo mismo, lleno de grandes molestias para una dama. Ella, sin embargo, quería ir, pues ya sabía su marido que, adondequiera que fuese, lo acompañaba, lo seguía como una sombra fiel. Albuquerque tampoco podía estar separado de doña Juana. En su esposa tenía siempre compañía y fiel consejo.
Contó entonces la Virreina, llena de alegría, que esta tarde había mandado fundir y cincelar seis varas de plata para el palio que iba a regalar a la iglesia de las monjas de Santa Catalina de Siena. Sus damas y ella habían bordado el palio con hilo de oro. Refirió en seguida doña Juana Francisca que en la platería se encontró con el contador mayor, don Francisco de Córdoba, siempre tan gentil y obsequioso, y que estuvo empeñado en pagar el coste de las seis varas, y que se las ofreció amablemente para que ella las donara a la iglesia que había determinado, pero que se negó a aceptar tal obsequio y que entonces el contador, afable, la obligó a aceptar para ese templo un hermoso incensario de plata. ¡Qué hombre amable y pulido era don Francisco de Córdoba!, comentó con entusiasmo la Virreina.
Al oir esto al duque de Albuquerque se le ensombreció el rostro y empezó a sentir otra vez las dudas en su corazón. Ya de su boca iban a salir violentos reproches cuando, en buena hora, entró un gentilhombre a decirle que el conde de Santiago de Calimaya, junto con don Carlos de Sigüenza y Góngora y el síndico de Santo Domingo, don Francisco Sandoval Navarro, convidados a su mesa, acababan de llegar a Palacio y lo esperaban. Compuso el duque una amable sonrisa para ocultar lo agitado de su alma. Con elegancia salieron de la estancia los Virreyes y fueron a recibir a sus huéspedes con aquella exquisita sencillez que presidía sus vidas.
Al duque la duda los tenía en suspenso. Vivía metido en un mar de recelos y desconfianzas. Ya no tenía el sosiego de antes. No dormía a buen reposo, las noches enteras las pasaba en dolorosas vigilias, sin hallar solución a su estado.
Veía clara la culpabilidad de su esposa, y luego miraba, más claro aún, su inocencia.
El contador mayor de cuentas, don Francisco de Córdoba, era gastador y elegante; era un hombre que nía hábil manera de atraerse a la gente. Una sonrisa perenne le blanqueaba entre el oro de su barba rizada. Le entró en el alma a don Francisco una gran pasión, Se le iba el corazón tras la Virreina a don Francisco. No había día en que no le enviase un regalo costoso. No había día en que no fuese a verla para gozar de la grácil belleza de aquella mujer tan prócer y tan alta para sus deseos.
A Virreina no supo de esa pasión y siempre tuvo para don Francisco una afable distinción, una benévola deferencia, pero no más. Nunca supo ella de ese apasionado amor que despertaba. Pero el Virrey sí vio claro ese hondo sentimiento, y esperó. Le dio tregua a sus celos.
El contador mayor labró una casa magnífica en la calle de San Francisco, a un costado de la capilla de San José de los Naturales, del convento de San Francisco. Invitó, lleno de ventura, a la Virreina para que le hiciera la merced de estrenarla, viendo desde sus balcones, en unión del señor Virrey y de la corte, el paso de la procesión del Corpus seguido de gran cantidad de fieles. Se llenó de deleite el alma de don Francisco cuando aceptaron la invitación sus excelencias.
Fueron los Virreyes a su casa y admiraron el refinado lujo con que estaba decorada. Don Francisco les hizo el regalo de unos afiligranados ramilletes de plata, con flores de rubíes, topacios y turquesas, y a todas las damas y caballeros que los acompañaban les obsequió con dulces deliciosos en cajuelas de plata.
Ya estaban todos los convidados en la sala del dosel, entregados a sabrosas pláticas. Y entonces, ¿qué pasó? ¿qué imágenes acudieron a la mente calenturienta del Virrey? Porque se abalanzó, furioso, sobre el magnífico don Francisco de Córdoba, que se inclinaba ante la Virreina, y sonriendo, le ofrecía unos guantes de ámbar, bordados de perlas. Se le echó encima el Virrey a don Francisco y a toda mano le dio una sonora tunda de bofetadas que lo bañaron en sangre y le derribaron un diente. La Virreina lanzó un grito, y como era natural, se acercó pálida al herido.
Todos los presentes estaban atónitos ante el suceso. Arrebató impetuoso el Virrey los guantes, cogió las cajuelas de plata, cogió los ramilletes de plata y saliendo al balcón, arrojó todo.
El gentío, con alborozo, se disputaba aquellos presentes, que creyó eran regalos de Su Excelencia empezando a aclamarlo con entusiasmo. El Virrey volvió a la sala y con mirada torva y refilándose el mostacho, dijo:
-Me aplauden por lo que he hecho.
El contador mayor, don Francisco de Córdoba, se limpiaba la sangre que le teñía el oro de la barba y sonreía con penosa sonrisa, pero en su sonrisa había ya un hueco negro…
Comments