A eso del atardecer nadie podía cruzar el puentecillo de cal y canto con un pasamano hecho de tezontle enjarrado y pintado de blanco, por temor a toparse con un ave de horrible aspecto, negra como la noche y de alas que tenían tonalidades de acero; sus ojos brillaban como dos ascuas encendidas y de su pico como marfil amarillento escapaban incesantes maldiciones.
“-Malditos sean los cielos…alabad al Demonio nuestro Amo…!”, gritaba aquella ave negra de tamaño inusual para ser un cuervo, mientras su amo, un viejo de aspecto ratonil, de mirada torva y vestido casi de andrajos, lo contemplaba desde el balcón de hierro forjado de su casona de excelente factura. El viejo en cuestión se llamaba don Rodrigo de Ballesteros y vivió cerca de aquel puente durante el final del siglo XVI en lo que fueran las espaldas del colegio de los Jesuitas, en la muy leal ciudad de México.
El dicho puente fue construido fuera de la traza de la ciudad capital de la Nueva España para que la gente pudiera cruzar una de las muchas acequias que conducían agua hasta los distintos barrios, acequia que andando el tiempo fuera cegada y se abriera en su lugar la que hoy es 3ª. Calle de la República de Colombia.
Vivía pues allí don Rodrigo de Ballesteros, que en esa fecha debía contar no menos de 70 años de edad, de quien se decía que fue capitán de arcabuceros de los ejércitos reales de España, ganador de muchas batallas y de honores para la Colonia, por lo cual el rey Felipe II lo premió con gran fortuna y encomiendas que tenía por el rumbo de Atzcapoltzalco, extendiéndole largas y encomiosas cartas al virrey para que el señor de Ballesteros fuese atendido como merecía su rango y distinción al servicio de España.
Vino pues don Ballesteros a vivir por ese rumbo, en una casona de dos pisos, grandes balcones y amplio patio, con una escalera al frente y espaciosas habitaciones; trajo muebles de lo más lujoso y sus cortinas eran de Damasco, de finos terciopelos y velos y otomanes. Su vajilla era de la más fina porcelana China, cucharas de plata y cristales europeos.
En fin, que toda la casa rezumaba lujo y poderío, riqueza a granel, lo que contrastaba con el aspecto avariento del señor de Ballesteros, pues el hombre desde que llegó a la Nueva España jamás se despojó de su jubón y un capellar de tela y color indefinido sobre el cual se veían cientos de manchas y remiendos; sus medias estaban llenas de agujeros y sus botas un desastre, tenía los ojos disparejos y los mechones blancos revueltos y sucios, pero era dueño de una voz tan estentórea, tan potente, que se podía oír por todo el vecindario.
Sobre el pecho de don Rodrigo colgaba en una cadena de oro la roja cruz de Santiago de Calatrava, que a veces, como al descuido, dejaba que cayera dentro de la escudilla de los míseros alimentos que consumía.
Varias cosas distinguían a este repulsivo caballero, siendo la principal, el ser dueño de un enorme cuervo tan horrible y negro como los pecados del alma, como negrura de la noche más tenebrosa y que volaba de habitación en habitación lanzando sus graznidos y maldiciendo en lengua desconocida, al tiempo que a su paso derribaba con sus alas y a propósito, jarrones y cristales, tibores y cortinajes con gran gusto de su dueño.
Servíanle al señor de Ballesteros cuatro criados que andaban siempre en contraste con su amo, limpios y de gorgueras blancas, de guantes impecables y de ropajes bordados de cordoncillos dorados.
Sin embargo, lo que comenzó a alejar a las gentes que evitaron acercarse a la casona del caballero, eran las muy extrañas sesiones que peste tenía con gentes más extrañas aún, entre las cuales se contaban hasta siete judíos y un número mayor de herejes. Grandes escándalos, cánticos y maldiciones se escuchaban en el interior de la casona que solía iluminarse con intensa luz rojiza y por puertas y ventanas escapaba un acre olor que hería el olfato. Las gentes de los alrededores aseguraban que allí se adoraba a Satanás y que se ejercía un culto demoníaco y terrible, más ya sea por el temor que inspiraba este viejo y a sus gritos que hacían temblar los muros de las casas, nadie decía nada.
En algunas ocasiones osaron acercarse a la casona grupos de niños y se alejaban de allí espantados, por las amenazas del vejete, lanzados con su vozarrón espantoso. Muchos niños dijeron que el viejo trató de atraparlos para sacrificarlos en un altar de colgaduras negras, en donde estaba colgado un Cristo de cabeza.
Así, llenando de espanto aquel barrio de gentes humildes y timoratas, fueron pasando los años, hasta que una noche se dieron cuenta los vecinos, que don Ballesteros organizaba una orgía terrible, en donde corrió el vino, el escándalo se hizo mayúsculo y gritaron las mujeres entre carcajadas de los hombres y el revolotear del cuervo que graznó como un demonio.
Vinieron después tiempos tranquilos.
Nadie volvió a escuchar ni un ruido, ni un grito de aquella garganta que emitía sonidos tan potentes que ensordecían. No volvió a escucharse el escalofriante graznar del cuervo ni el viejo avaro de aspecto de mendigo volvió a aparecer en el balcón central de la casona.
De los cuatro criados tampoco se supo nada, el edificio se vio totalmente abandonado y ante tal misterio se vio precisada a tomar cartas en el asunto la justicia. Entraron los alguaciles y dos oidores y lo que hallaron en la casona que ya empezaba a derrumbarse, los llenó de espanto. Allí, en un salón donde aun colgaban jirones de colgaduras de tela negra con bordados misteriosos, signos cabalísticos y palabras en hebreo antiguo, había restos de cirios, dos velones negros y colgado de cabeza, un Cristo tinto en sangre y sobre el rostro ensangrentado del ajusticiado, plumas negras con tonalidades de acero dejadas por el cuervo.
No lejos del Cristo había látigos y varios instrumentos de tortura, lo que hizo creer que el tal don Ballesteros y su secta se dedicaban a azotar al Crucificado, a insultarlo y escupirlo, mientras el cuervo revoloteaba y graznaba maldiciendo.
Se tapiaron las puertas de la planta baja, se cerraron con adobe las ventanas y quedó clausurada aquella casona que poco a poco iba siendo refugio de alimañas y murciélagos.
Y de aquí que un día, mejor dicho cierta noche según cuenta la leyenda, dos gentes que pasaban y que se vieron precisados a cruzar el puente, vieron sobre el barandal la horrible figura del cuervo que los miraba con sus ojos en llamas.
El animal repitió aquella frase de “malditos sean los Cielos y alabemos al Demonio”, para después lanzar un latinajo que se entendió por”Non omnis moriar”, no moriré del todo. En seguida, lanzando agudos y electrizantes graznidos, voló hacia el balcón central de la ruinossa casona, en donde ya lo esperaba su amo que era un esqueleto amarillento mal cubierto por un sudario remendado.
No volvió a saberse más de este asunto, pero desde entonces el pequeño puente que hoy es calle de Colombia, se llamó Puente del Cuervo, a causa de este aterrador suceso.
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