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Hortensia Contreras

El tumulto de 1692

El terrible suceso nos es narrado por don Germán Argueta y Pérez: Cuenta de cuando los indígenas no respetaron al señor arzobispo y, de una pedrada, descalabraron y tiraron a su cochero del carruaje de su Ilustrísima, y de cómo salieron huyendo del tumulto de la Plaza Mayor.


Salieron doce guardias del palacio virreinal, se les unieron unos españoles, y con mosquetes y espadas arremetieron contra unos doscientos indígenas, y se fueron contra ellos hasta el cementerio de Catedral; pero el número de indígenas tumultuados creció rápidamente y los hicieron retroceder. Además, había otros naturales que se resguardaban y parapetaban en los cajones de los mercaderes de la Plaza Mayor; también había otros tras las tumbas del cementerio. En esos momentos, llegaron más indígenas por la calle de Flamencos y junto con otros que estaban en el Portal de las Flores, se fueron tras la horca y la quemaron; destrozaron también los puestos de mercancías de los españoles.


Mientras tanto, unos cuantos soldados de guardia se subieron a la azotea de Palacio y desde allí dispararon a la multitud, pero al poco se les acabaron las balas y los indígenas al darse cuenta de ello seguían quemando y saqueando, dando gritos de júbilo.

En tanto las piedras seguían cayendo son gran fuerza sobre el palacio y sobre el bello balcón de la alcoba de la virreina. El balcón, siendo de madera, quedó hecho añicos en un santiamén.


Pronto acudió el alférez Joseph de Peralta y algunos pocos soldados que estaban cerca del cuerpo de guardia, quienes fueron testigos del estruendo y gritería de la multitud; observaron a los que estaban disimuladamente en la Plaza en la Plaza Mayor y a los que venían recogiendo piedras por las calles aledañas. Todo esto encendió la ira del alférez, quien vio como fueron atacados con piedras don Amadeo Isidro, mayordomo del virrey, y sus compañeros que había salido a perseguir a los tumultuados hasta el cementerio. Ante tal carga de piedras, las autoridades se fueron replegando hacia palacio, y hasta allí los indígenas los fueron siguiendo.


Una vez dentro, do Amadeo, con tremendos golpes de piedra sobre su cuerpo y aun sangrando, decidió salir de nuevo a la Plaza Mayor con la ayuda del capitán don Pedro Manuel de Torres y del conde de Santiago, don Juan Altamirano de Velasco y otros pocos soldados y gente española que se sumaron. Abrieron la puerta y salieron disparando y gritando ofensas contra la plebe. Se abrieron un poco los indígenas ante el empuje español y sus armas; pero, por segunda vez, los hicieron recular por tantas piedras que les aventaban; piedras de todos los tamaños, las que cabían en esas manos indignadas, eran lanzadas con tanta fuerza y coraje y…alegría que, así llegaban al blanco en el cuerpo de los españoles. El alférez y dos soldados estaban mal heridos y todos los demás estaban molidos, recibiendo sobre sus cuerpos tantas piedras. Los tumultuarios, paradoja de los tumultos, siempre parecen mal armados y se da el caso de que el arma más rudimentaria es la piedra, pero ella y el coraje hacen estragos en los victimarios. También hay que decir que los soldados, el mayordomo, el capitán y el conde de Santiago hirieron y aun mataron a varios indígenas; pero, en la retirada los soldados no todos pudieron entrar por las prisas de cerrar la puerta principal y se quedaron afuera tres, y éstos murieron masacrados por la turba con piedras y más piedras. El arma rudimentaria también cobra víctimas.


La tarde iba cayendo y, en la euforia del tumulto, ya eran cientos de indígenas, negros, mulatos, mestizos, españoles pobres los que estaban en la Plaza Mayor. El tumulto como fiesta se celebraba con gritos, alaridos y risas; la alegría de los desposeídos estaba desbordada. Mientras unos seguían aventando piedras al palacio, otros veían cómo ardían las puertas y las llamas que se dirigían a las vigas. El palacio ardía, ardían también los cajones del mercado y todas las mercancías inflamables. El saqueo de estos cajones ya se había consumado, y muchos indígenas huían con lo robado, algunos a pie y otros en sus canoas. Ardía el palacio del Ayuntamiento y su alhóndiga de granos también se consumía.

El Salón de Cabildos, también dentro del Ayuntamiento, empezó a arder. Por fortuna, legó el cosmógrafo del virrey don Carlos de Sigüenza y Góngora, y empezó a sacar, junto con más personas, los libros de actas y otros más que estaban en los estantes. Los lanzaban desde arriba a una carreta. Por suerte, para la historia y la posteridad sólo ardieron unos pocos ejemplares; la memoria escrita de la ciudad no se consumió toda. Algo debió de tener de respeto entre los indígenas don Carlos, que los tumultuantes no se fueron contra él o quizá, lo vieron como un loco rescatando papeles, libros, estandartes y cuadros. La locura de los amantes de los libros es una locura perdonable, porque esos locos son inofensivos, y sobre todo, soñadores.

Minutos antes su Ilustrísima, el arzobispo Francisco Aguiar y Seijas, recibió con gran temor y sorpresa la noticia de que los indios estaban quemando palacio y que, desaforados estaban en el aquelarre del fuego y del saqueo: que no respetaban ni armas ni investiduras y que, al grito de: ¡Muera el virrey y el corregidor y el mal gobierno! Bailaban y gritaban.


Según los ojos del también matemático y capellán del Hospital del Amor de Dios, don Carlos de Sigüenza y Góngora, eran más de diez mil indígenas los amotinados.

Y si los indígenas, y demás castas, no respetaban a nadie, fue el mismo arzobispo el que decidió salir acompañado de un vicario general y de algunos amigos y conocidos: ¡Faltaba más, él era el máximo representante de Dios en estas tierras! Y ahí iba su Ilustrísima rumbo a la Plaza Mayor, con el peso de sus años viejos. Ahí iba con su autoridad y presencia eclesiástica. Ahí iba para sosegar a la plebe. Precedía esta singular procesión, el coche del arzobispo; él iba a pie y llevaba arbolada la cruz para que la miraran. Aunque el trayecto era muy corto, allí caminaba con sus ojos bien abiertos por la calle del arzobispado y entró a la plaza; pero apenas y dobló la calle cuando lo recibieron, junto con la gente que lo acompañaba, no con postración y algarabía, sino con piedras, sin respeto a la cruz y menos a su investidura. Una de estas piedras derribó al cochero y esto motivó al arzobispo, clérigos y demás acompañantes a regresar a toda prisa. Llenos de temor regresaron a la casa del arzobispo e inmediatamente cerraron el portón. Se resguardaron, sus hábitos fueron testigos, en su agitación, de los miedos que provocaba el tumulto.


En tanto, la fiesta de los oprimidos seguía afuera. Y mientras algunos religiosos hablaban de los “endemoniados “ indios y demás plebe, otros le rezaban al Santísimo para detener a los tumultuarios.

Poco después de dos avemarías y un padrenuestro, se acabó el crepúsculo que se teñía de rojo sangre y humo; y comenzó la noche. Una larga noche.



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