En un remoto y apartado valle del actual Perú, cuenta la leyenda que hace muchos, pero muchísimos años, vivía un pueblo en el que se habían ensañado todos los males imaginables y todas las calamidades posibles. El valle, antes fértil, rico en recursos naturales, tanto agrícolas como ganaderos, era por aquellos lejanos días una región desolada, seca, árida y sin vida; su cielo, que antes era pródigo en lluvias, no mostraba ya una sola nube, y su azul transparente permitía que el calor sofocante se enseñoreara de la región y acabara con cualquier rastro de vida.
Sus antiguos moradores habían huido a refugiarse a las cercanas montañas en busca de sustento y de sombra, y cuando alguno ocasionalmente bajaba al valle para obtener algún alimento o a recoger al borrego o a la llama que se habían alejado excesivamente del rebaño, encontraban tanto hombre como animal inevitablemente la muerte. Nada, ni pastos ni árboles, había en aquel valle desolado; el único río que lo surcaba estaba seco, y la laguna, en el otro extremo de las montañas, tenía las aguas embrujadas, pues todo el que bebía o se mojaba con ellas, parecía instantáneamente.
Hombres y animales se desesperaban, día con día, cada vez más de su tremenda situación. ¡Cómo era posible que tan hermoso lugar, en tan poco tiempo, se convirtiera en un valle de desolación y de muerte! Y en su desesperación, muchos querían emigrar a lejanas tierras donde la naturaleza fuera más pródiga con ellos. Sólo los retenía el amor a la tierra donde nacieron ellos y sus antepasados, a la que tanto se apegan los pueblos originarios.
Una mañana, uno de los hombres más ancianos de la tribu estaba preparando su alimento a base de las últimas hojas de coca que le quedaban cómo único sustento; de repente, como si se las arrancaran de las manos, aquellas hojas cayeron al suelo y se volvieron de dorso, como mirándole a la cara y sonriéndole. Las recogió el anciano y convenciéndose de que ese signo era un buen augurio, corrió a comunicar tan buena noticia a sus compañeros.
Entonces mandaron llamar de tierras lejanas a sabios, hechiceros y brujos, todos ellos gente entendida en curar toda clase de maleficios; mas ninguno pudo encontrar ni el origen ni el remedio a la situación. Elevaron sus plegarias al cielo, hicieron miles de promesas, penitencias y juramentos sin fin, pero todo desde luego, fue inútil. La sequía y la desolación siguieron, y los nuevos ímpetus de que habían posesionado fueron desapareciendo, hasta que aquella pobre gente comenzó a desfallecer.
Por aquellas tierras mora un ave, la más fuerte y veloz de ellas, la que se remonta a las más grandes alturas, pues llega en ocasiones a alcanzar hasta los cinco y seis mil metros sobre el nivel del mar, que se llama cóndor. Pues bien, un cóndor conocedor de los misterios de aquellas tierras, veía también con tristeza la situación de ese pueblo, por lo que volaba incansablemente, día y noche, de norte a sur y de oriente a poniente, en busca del remedio para esos males.
Una noche, cansado y a punto de que le abandonaran sus fuerzas, se detuvo en la montaña más alta de aquella región para reposar de su largo recorrido. Y la montaña, que consideraba al cóndor como su único amigo, pues era el único que hasta sus alturas podía llegar, al verlo en ese estado, le preguntó acerca del mal que le aquejaba, y al conocerlo, le confió su secreto y le dio el remedio para destruir la causa de las inquietudes y la desolación de aquellas gentes.
--“En la laguna del valle, le dijo, vive un ser monstruoso, malo y perverso, que ha embrujado las aguas para que nadie viva en ellas, y al mismo tiempo, para acabar con toda criatura viviente por estos lugares, se disfrazó y raptó la flor de escarcha y la devoró, y como esa flor representa tanto a la abundancia como a la fertilidad, tanto al bien como a la paz y la seguridad, el pueblo carece de todo lo necesario para vivir. Ve, amigo cóndor, y cuenta estas cosas a tus gentes, y diles que sus males acabarán el día en que acaben con el monstruo; pero diles también que para acabar con él, será necesario que se arroje a la laguna el que esté libre de pecado, aquel cuya alma sea tan pura y cristalina como lo es precisamente la flor de la escarcha”.
Partió velozmente el cóndor, tras agradecer su acción a la montaña, en busca de sus amigos del valle de la muerte; con sus energías ya repuestas tardó en realizar el viaje tanto tiempo como tardamos en exhalar un suspiro. Cuando estuvo con ellos les contó lo acontecido, les dio el remedio a sus males, partió y se perdió en las alturas.
Con renovadas energías ante la buena noticia, los habitantes de las montañas a aquel valle partieron presurosos hacia el otro extremo de la región, dando un gran rodeo, para llegar al lugar donde se encontraba la laguna y tratar de acabar con el monstruo que tanto daño les había hecho.
Y al llegar a su orilla, empezaron a arrojarse uno a uno en las profundas y misteriosas aguas.
Pero ¡Oh decepción! Lejos de lograr su objetivo, se dieron cuenta de que, por cada hombre que se arrojaba al agua surgía una pequeña nube, que en ocasiones era de color blanco y en veces de color negro; y el monstruo seguía allí, imperturbable en el fondo de la laguna. Sucedía que, como ninguno de los que se arrojaba estaba libre de pecado, no eran capaces de acabar con el maleficio, y por ello, según el grado de sus culpas, se transformaban en nubes blancas o negras; y algunos días transcurrieron así.
Un día, un pequeño pastorcillo, de seis a ocho años de edad, viendo que todas aquellas personas se arrojaban al agua, preguntó intrigado porqué lo hacían, y al saber que así trataban de matar al monstruo, pensó para sí que él también debería colaborar en tan tremenda tarea; se lanzó en seguida al agua, y al instante, ante la sorpresa y el júbilo general, empezó a revolverse el agua y a enturbiarse, como si una gran aspa la removiera desde el fondo. Tembló la tierra, se desmoronaron los cerros; y todo quedó nuevamente en calma. Ninguna nube surgió del lago en esta ocasión: el pequeño pastorcito, el más bueno y puro de todos, el único libre de pecado, había ofrendado su vida para salvar a sus semejantes.
Todos se habían desmayado asustados, ante el desenfreno de las fuerzas naturales; y cuando volvieron en sí, ante su estupor, fueron testigos de como, poco a poco, aquel querido valle volvía a ser como en tiempos pasados; los árboles se poblaron de ramas, hojas y frutos ; los animales parecían más gordos y robustos; el agua, clara y limpia…En fin, todo había vuelto a su estado primitivo, todo era tan bello y tan hermoso como antes.
Y aquellos hombres, arrepentidos de sus malas acciones pasadas, se prometieron que el sacrificio del pastorcito no sería en vano y que todos serían mejores en los tiempos por venir.
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