Doña Pita, una de las habitantes del famoso edificio Vizcaya, icono del Paseo de Bucareli, es una de las voces líricas más entrañables del México del S. XX.
Acerca de ella, quiero compartirles una semblanza de la mujer y la poeta, que nos dejó en su texto “Personerio” don José de la Colina, uno de los más importantes prosistas de lengua española. Notable ensayista literario que vio más allá de sus retratados literarios y deja fluir textos que brotan bajo el impulso del corazón y la memoria del autor.
Por ese gran valor me atrevo a citar directamente su visión de Pita la Pitonisa:
“La Esfinge de voz profunda y vocales largas, la habitante del Centro del Universo, es decir de su Ego, la Loca de Zona Rosa del D.F., la tejedora de confesionales y ontológicas décimas octosilábicas, la gran diva del teatro de sí misma, la señorita Guadalupe Amor Schmitlein García, y algunas personas más que tal vez para siempre nos queden secretas, murieron al morir la sola mujer que, para la transitoria, tornadiza fama, fue Pita Amor."
Era esencialmente una actriz: es inevitable imaginarla como la adolescente que habría actuado para el espejo de las sonámbulas princesas de Maeterlinck, o recitado para el arrobado círculo familiar las trágicas heroínas de Racine o de D´Annunzio y los poemas de Gutierre de Cetina o de Amado Nervo. Pero pronto debió advertir que sus grandes performances no habría de darse en los escenarios o aun en las pantallas, sino interpretando en “la vida” su grande y único personaje: la poeta Pita.
Esa íntima revelación, fue inesperada, nocturna y mística, aun si utilizaba un mundano instrumento de la ornamentación facial femenina: “Una noche, no sé cómo ni puedo recordar por qué, sin tener ninguna idea de la poesía, domé el único lápiz que tenía a la mano, el que servía para pintarme las cejas, y en un pedazo de papel empecé a escribir mis primeros renglones: Casa redonda tenía, de redonda soledad…”
Un grande de las letras, don Alfonso Reyes, apadrinó su primer libro, cuyo título ya adelantaba la inevitable primera persona del singular: Yo soy mi casa. El ilustre padrinazgo, si le obtuvo una fama inmediata, al mismo tiempo provocó la sospecha de que intelectual, seducido por sus encantos de espíritu y cuerpo, gustosamente se propuso para ser su negre y le rimó y metrificó las ocurrencias. Pero Pita, que sin duda desde su más primaveral edad ejercía el octosílabo y la rima pitó furiosa y endecasilábamente:
Como dicen que soy una ignorante,
Todo mundo comenta, sin respeto,
Que sin duda ha de haber algún sujeto
Que pone mi pensar en consonante.
Lo que importaba era que ya ella había sentido bajo sus pies el crecimiento del pedestal, ya iba a ser la Señora de la Tinta, según el mismo Alfonso Reyes, o la Undécima Musa, según Enrique González Martínez, o la Dama Milagrosa de la Versificación, según José Revueltas, y que un día eternizarían los pinceles de Roberto Montenegro, Diego Rivera y Juan Soriano. Por entonces ya se admira en angélico monstruo divino:
La Pita es un animal
Lleno de alas celestiales,
De aladas alas cabales,
Y tiene algo de infernal.
El mito comenzaba a funcionar bien: En el medio chic de la cultura, Pita se convertía en el equivalente femenino de lo que es Agustín Lara en el ámbito cultural popular: eran, para uno y otro público, los elegidos de las Musas, los siempre agraciados por la inspiración. Si hay un Músico Poeta, debe haber una Musa Décimoprimera. La diferencia está en que mientras Lara ejerce una lírica de subpoeta submaldito, rizando las últimas canas del modernismo, Pita, poetisa angelical que “tiene algo de infernal”, se alimenta de los clásicos de la lengua española: un poco de Lope, de Quevedo, de San Juan de la Cruz, de Sor Juana, y de los garantizados temas a priori eternos: Dios, Amor, Muerte, Soledad, Angustia, la Nada, y, ah sí, el Polvo terminal:
Polvo, cómplice enemigo,
A un tiempo goce y tortura,
Mi libertad y clausura,
Mi recompensa y castigo;
Todo lo tuyo investigo
Porque observándome estoy.
Dicen que viviendo voy,
Y yo siento lo contrario:
Mi existir no es voluntario;
De ti, polvo, aliada soy.
La vocación de eterna femme-enfant-terrible es indeclinable. Pita se autoglorifica en octosílabos, rimas, ripios que con frecuencia quieren el aroma del azufre,, y, reciclándose como gran actriz sobreactuando su personaje hasta la caricatura involuntaria, prodiga las anécdotas escandalosas, las puntadas que pretenden causar el sonrojo y el desmayo de la gente bien. Con esa vocación de escándalo, tras anunciar con voz profunda: “Señoras y señores, van ustedes a admirar el retrato de mi alma”, muestra su desnudo mimosamente pintado por Diego Rivera (y el señor Presidente de la República comenta: ¡Pues qué alma tan bonita la de usted!).
Y en fin, que hablen de una bien o mal, pero que hablen; ya sabe ela cómo la ven los inmortales consultados mediante la tabla ouija:
Shakespeare me llamó genial,
Lope de Vega infinita,
Calderón bruja maldita
Y fray Luis la episcopal;
Quevedo, grande abismal,
Y Góngora, la Contrita;
Sor Juana, monja inaudita,
Y Bécquer, la mineral;
Rubén Darío, la hemorragia,
La hechicera de la magia;
Machado, la alucinante;
Villaurrutia, enajenante;
García Lorca, la grandiosa,
Y yo me llamé la Diosa.
Pero su hiperpersonalidad, que acaso comenzó siendo divertida, va volviéndose incómoda y, antes del final de la fiesta, del coctel, de la presentación del libro, del recital improvisado en cualquier casual reunión, ya algunos certificados admiradores y fans se despiden precipitadamente con sonrisas de excusa, dejándole el encargo de apagar la araña de luces cuando acabe de declamar o de hacer el numerito intempestivo. Los años critican severamente a las femmes-enfants-terribles que no advierten que ya son más femmes y más terribles que enfants. Y entonces:
En mis poros están ya señaladas
Las cicatrices de un terreno imperio;
El polvo en mí ha marcado su cauterio,
Soy víctima de culpas olvidadas.
Ya desde finales de los años cincuenta empezará a ocurrirle la gran crueldad de que son culpables todos pero nadie en particular: no el total olvido, sino un creciente y esparcido desinterés. Se empieza a verla como el fantasma irrisorio de sí misma; un fantasma aún admirable y acaso divertido, pero sólo frecuentable desde lejos y tomando algunas precauciones. Aun si sigue publicando en editoriales de buen prestigio, y si aquí y allá, y hasta en la televisión, da sus recitales de metro corto y vocales alargadas,, va tornándose una has been, una figura colectable, si acaso, en la nostalgia. El autismo espiritual, la soledad y el rescoldo teatral contribuirían a la locura en forma de manía de grandeza:
Soy vanidosa, déspota, blasfema,
Soberbia, altiva, ingrata, desdeñosa,
Pero conservo aún la tez de rosa
(……………………………………………….)
Soy histérica, loca, desquiciada.
¡Pero a la eternidad ya sentenciada!
Y Pita será ya el personaje patético, risible para algunos, que, vestida anacrónicamente, pintadísima, con cairel fijo sobre la frente y flor en el moño, recorre la Zona Rosa recitando sus éxitos, vendiendo sus libros por los cafés y a quienes se dejan, y a veces asestando un muy retórico insulto y un sombrillazo o bolsazo a quien la roza o nada más la mira (¡Qué me ve, majadero, pelado, naco inmundo éste!). El rumor afinará la leyenda caricaturesca según la cual Pita, abriendo sorpresivamente el abrigo ante involuntarios voyeurs, ejerce el nudismo furtivo y crepuscular en el Paseo de la Reforma o visita las boutiques del rumbo para darse con los jóvenes dependientes, tras el mostrador o en la trastienda, una urgida sesión de sexo oral.
Pita, hoy, permanece un poco en una contrahecha mitología, pero está evaporándose de las antologías. Como si fuese enteramente culpa suya, el pequeño endiosamiento del que había gozado durante una racha no mayor a una década, terminará castigado con un desdiosamiento definitivo y cruel.
Puede haber sabiduría en la locura, y ella había escrito:
Mi cuarto es cuatro metros,
Mi cuerpo mide uno y medio
Y la caja que me espera
Será el final de mi tedio.
Al final, gracias don José por dejarnos esta imagen a su vez amorosa y terrible de la poetisa, con la que seguramente creó durante un tiempo lazos afectivos que le proporcionaron una visión tan precisa de la diva en su gloria y su decadencia. Salud y gracias por prestarnos sus sabias palabras….
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