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Hortensia Contreras

Historia, tradiciones y leyendas de las calles de la ciudad de México

(Recopilación elaborada por el cronista don Artemio del Valle Arizpe)


Una vieja ciudad alumbrada por los faroles; invadida por fantasmas que acechan y empedrados muchas veces ensangrentados. Esa es nuestra ciudad, por cuyas antiguas calles el gran cronista nos hace caminar y descubrirla una y cien veces, siempre nueva y sorprendente. El tiempo borró el empedrado y los faroleros ya no anuncian la madrugada, pero las leyendas con que don Artemio nos regala desafían los cambios, el tiempo y nuestra mentalidad racional para sumergirnos en la magia u la superstición. Reproduzco a continuación una de las más populares.


CARAS VEMOS, CORAZONES NO CONOCEMOS (leyenda de la calle de la Merced).


Blanca la túnica, las manos finas, levantadas en alto, y los ojos extáticos. En el hábito largos y gruesos pliegues que denotaban lo burdo de la tela casera; las manos frágiles y delgadas, de asceta, y llenos de gozo los ojos azules, viendo inefables osas del cielo. Arriba, una leve claridad dorada, y en el piso ladrillado, rosas, muchas rosas, rosas blancas, rojas y amarillas. En una tarja color marfil, que sostenía, sonriendo, un ángel vestido de verde, se ponía con letras negras y rojas: Verdadero retrato del padre Fray Leonardo de Segura, doctor en toda teología, maestro en la Real y Pontifica Universidad de México. Por muchos años fue prior de su convento de la Merced y Corrector y Expurgador por el Santo Oficio de la Inquisición. Nacido en Valladolid de Michuacán el año de Nuestro Señor de 1598 y Él lo llamó a su seno a los veintitrés días del mes de agosto del año de 1662, día jueves.


Encerraba esta pintura un marco acanalado, de color bermejo, con grandes conchas doradas en las cuatro esquinas de las cuales brotaban flores que se tendía, a lo largo de todos los filetes. Este cuadro estaba colgado en la amplia sala de Capítulos del convento de Nuestra Señora de la Merced, entre los retratos de otros esclarecidos varones de la Orden. Baltasar de la Guijosa, que al pie de su nombre ponía el “fecit, annus Domini 1664), debió haber estudiado mucho y bien al maestro Francisco Zurbarán, de quien tenía visibles influencias; de él era el diseño y de él también el colorido y aquella atmósfera que envolvía en vaga oscuridad la ideal figura del fraile mercedario, de rostro sonriente y tierno, exaltado en un éxtasis.


Joya de la casa era este cuadro, y en mucho se le apreciaba; los doctos de la ciudad lo calificaban de obra maestra; pero en más se tenía y se veneraba la memoria de Fray Leonardo de Seguro. Santo orgullo de la Orden mercedaria, redención de cautivos, fue este fraile ilustre. A los novicios se les contaba, muy al por menor, sus hechos y virtudes, para que tomaran buen ejemplo, y hasta se les repartía un pequeño libro, con la relación de su vida pura, trabajosa y santa compuesto en su honor por el padre Benito de Oropesa; en él no había exageración alguna, pues en su larga existencia no hizo sino buenas cosas Fray Leonardo de Segura, y por eso su memoria era bien alabada al publicar sus hechos.


No sólo era eminente en virtudes, sufrido y muy mortificado, sino que, como se decía en la cartela de su retrato, fue de elegida sabiduría; por ella se le hizo maestro de la Real y Pontificia Universidad, en donde, por muchos años, dictó cátedra. A sus lecciones acudían hombres de muy reconocida ciencia en la ciudad. Estaba lleno de saber Fray Leonardo de Segura. No ignoraba nada, no se le escondía nada. Eran los suyos ojos lucidísimos que lo veían todo. No había fin en su ciencia ni número en su sabiduría. En la virtud y letras tocó lo más alto. No tuvieron los superiores que reñirle falta alguna. Tenían que sacarlo de la biblioteca, intimándole santa obediencia para que fuese al refectorio. Casi no comía ni dormía por no dejar el estudio, y así fue cómo a la ciencia le dio alcance.


De pronto se le vio preocupado, muy preocupado. De repente se quedaba perplejo en lo más animado de una conversación; con la cabeza inclinada se alejaba paso a paso. Dejó lo libros, abandonó las cátedras. Los santos de los grandes cuadros que había por los claustros lo miraban a diario pasar ensimismado, lento, con la frente baja, las manos metidas en las amplias mangas del hábito. Tenía muy en abandono sus rezos, faltaba mucho al coro. Ya fray Leonardo no hablaba con nadie. Pasaba como una sombra blanca por los patios, aun a altas horas de la noche. ¿Qué tendría fray Leonardo, el santo fray Leonardo de Segura? Que estaba fuera de juicio, creían unos; otros aseguraban que no, sino que pensaba en una complicadísima obra teológica que iba a escribir, y andaba ocupado en la meditación continua. Esa obra iba a enaltecer más la Orden de Nuestra Señora de la Merced, y más aún a su santa provincia de la Visitación de María Santísima de la Nueva España. Ya vería qué cosas sutiles iban a brotar de la pluma admirable de fray Leonardo, doctor iluminado; sorprendería y agotaría a todos los entendimientos al sumirse en el abismo hermoso de esa grandeza.


De pronto, fray Leonardo dejó sus meditaciones. Salía a la calle temprano y no tornaba al convento sino ya muy de noche. Varias veces fueron a buscarlo a su celda para que asistiera al coro, y en su celda no estaba, no había dormido en ella. ¿A dónde iba a pasar las noches este fraile? Tornaba otro día, en ocasiones, tristísimo, pero las más de las veces rebosante de júbilo. Reía y conversaba muy alegre y locuaz. Nadie a este padre lo había visto así nunca, con aquel increíble contento. Mandó el prior que lo siguieran, y veían que se iba rápido por calles y calles, y siempre, al llegar por la del Puente del Cuervo, se metía por alguna de las estrechas callejas del barrio y desaparecía.

Tal vez entraba en alguna casa. ¿Y a qué entraba en esa casa este santo varón?

Le ordenaron que no saliese más del convento y, cosa espantosa, desobedecía el mandato, él que fue tan sumiso y tan sin voluntad a las disposiciones de los superiores. Hasta tres y cuatro días faltaba ya a la santa Misa. Conjeturas y mil cábalas se hacían todos los frailes.


Llegaron a encerrarlo en una celta, y no se sabe cómo rompió la hoja de la puerta y se fugó. ¿A dónde fue? Nadie lo supo. Apareció al fin, a los ocho días de su ausencia, tendido junto a la puerta. Tenía la cara llena de golpes y desgarrado el hábito. Se dijo en el convento que iba a ver, a asistir, contantemente a enfermos, con santo celo, y que, cuidando a unos pobrecitos locos, uno de ellos lo golpeó en la cara y lo mató. Que murió fray Leonardo con sufrida abnegación, por su gran caridad. Y al pintos Baltasar de la Guijosa le mandaron hacer aquel retrato en el que aparecía con rostro sonriente y plácido, arrobado, fuera de sí, entre la policromía de las rosas que regaron los ángeles en torno suyo, mientras que contemplaba en éxtasis deliciosas cosas del Paraíso.

Un atardecer un maestro de novicios leía en la sala de Capítulos, fresca, sosegada, a un grupo de sus dóciles discípulos el Verdadero Norte de Virtudes, escrito en glorificación de fray Leonardo de Segura en el que se sublimada la existencia de este santo varón, Estaba comentando el maestro un párrafo del texto cuando una voz salió del cuadro en que aparecía retratado fray Leonardo, y cuya vida, aseguraban todos los frailes, supo igualar con su pensamiento de santo. Maestro y discípulos volvieron llenos de azoro las cabezas hacia la pintura, y quedaron espantados al ver que se movía la boca de fray Leonardo y salir de ella estas palabras tremendas:


--No me alaben más, hermanos. No me alaben más. No fui nunca lo que dice ese libro embustero que fui. A todos engañé; perdónenme; mentí constantemente. Fui acusado en juicio de Dios y estoy ya juzgado por su justicia, y me hallo condenado. Sufro más en el infierno con esas alabanzas que me dedican. Ya no hablen de mí. Olvídenme.


Entró un viento furioso en la sala Capitular; se metió debajo de todos los cuadros de los excelsos varones de la Orden Mercedaria; los levantó con violencia; los hizo dar varias vueltas en torno del cordel de que estaban colgados, y los estuvo azotando contra el muro, con enorme estrépito, y luego arrebató el gran lienzo en que se hallaba en éxtasis fray Leonardo de Segura, lo arrojó con estruendo contra la pared y lo fue a echar sobre unos sillones en los que se desgarró la tela con un chirrido áspero, entre los gritos de pavor de los novicios y de su sabio maestro.



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