…Y luego vendrá el convento.
Primero, animada por el confesor de la virreina, el erudito jesuita Antonio Nuñez de Miranda, se decide por las Carmelitas descalzas.
La orden, hija de la gran Teresa de Ávila, mantenía una regla dura y exigente , adversa a las inclinaciones de la joven Juana al estudio y el sosiego.
No pudo ella soportar tales condiciones de vida y enfermó a tal grado que las hermanas decidieron que lo mejor era que volviera a la corte con su protectora, la señora virreina, a recibir los cuidados que necesitaba su condición.
Pero aun de regreso en la corte, Juana no olvidaba su decisión de recluirse, y volvió al convento, esta vez con las hermanas de San Jerónimo.
Allí bajo una regla mucho más suave y con una abadesa simpatizante hacia las prácticas intelectuales de la nueva monja empezó el transcurrir de una vida de clausura y estudio, elegida con toda libertad.
Juana siempre pensó que esta opción de vida era lo mejor para la consecución de sus fines: el estudio, la observación, la creación poética y dramática, la composición musical y el deleite en todas estas artes.
Allí, en el convento de San Jerónimo, será el sonido de los rezos, el deslizar de los pies de las hermanas, los coros y el jicareo del agua en la fuente del claustro, lo que la acompañará durante sus veinticinco años de profesión.
Será en el locutorio donde transcurrirán alegres y cómplices las conversaciones con su querida amiga Ma. Luisa Manrique, condesa de Paredes, virreina de la edad de Juana.
Allí se irán sellando complicidades hasta el final de la estancia en Nueva España de la virreina. Allí la madre Juana escuchará a su amigo Sigüenza y Góngora, hasta el propio padre Kino, discurrir y disentir sobre asuntos de ciencia y filosofía.
Entre el sonido del chocolate servido en cuencos de barro, asistirá a discusiones filosóficas y poéticas, leerá sus poemas, imaginar´, por el recuento que haga la virreina, cómo se representó en palacio su obra, “Los Empeños de una Casa”.
Allí escuchará la voz de la fama que tocará a sus puertas de la mano del primer volumen de sus obras, publicado en Sevilla, y del segundo, publicado en Madrid, ambos por el empeño de la ex-virreina, íntima amiga de Juana.
También allí llegará a sus oídos la solicitud de que escriba una crítica al famoso sermón del jesuita portugués Antonio Vieyra. Y después de hacerlo, recibirá la reprimenda pública en la voz de sor Filotea de la Cruz, seudónimo del obispo poblano Manuel Fernández de Sta. Cruz., quien la traiciona y la utiliza en su juego político contra el arzobispo de México, Francisco Agüiar y Seijas, y escuchará con dolor el cepillar de los libros que abandonan repisas y caen en cajas, los instrumentos de medición y de innumerables instrumentos musicales que se irán depositando en los bargueños que los sacarán del convento para ser vendidos y cuya utilidad tendría que servir para ayudar a los pobres, como convenía a quien el Santo Oficio ya tenía en la mira.
Al final, a solas en su celda, con el vacío rodeándola, Juana saldrá, erguida, para dirigirse a la arquería del convento para depositar el cofre con su profesión de fé, firmada con sangre “Yo, la peor de todas”.
En el convento de San Jerónimo exhalará su último aliento el 17 de abril de 1695, después de un silencio obligado donde queda resguardada su vehemencia y la contundencia de sus escritos y la alta música de sus versos
y su enorme inteligencia
El viento sosegado, el can dormido,
Éste yace, aquél quedo
Los átomos no mueve,
Con el susurro hacer temiendo leve,
Aunque poco, sacrílego ruido
Violador del silencio sosegado. Primero Sueño, Sor Juana Inés
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