Hoy iremos a tierras Guaraníes, que se encuentran en el centro de la América del Sur.
Cada pueblo, en base a sus creencias religiosas, tiene sus propias ideas acerca de los orígenes del hombre en la Tierra. La ciencia se ha esforzado en encontrar el remotísimo origen biológico de la vida, sin éxito definitivo, y más abrupto ha sido el camino, más escondida la realidad en relación con el origen del hombre.
Entre los guaraníes, pueblo que ha vivido desde tiempo inmemorial en la parte central de América del Sur, radicándose principalmente en el Paraguay, en el norte de Argentina y en el sur de Brasil, existe una breve, pero curiosa leyenda, acerca del origen del hombre sudamericano.
Se dice que por aquellas impresionantes selvas existe una azucena rarísima, flor que es un ejemplo único en el mundo por sus características, y que tiene dos colores: rojo y blanco; y ella, se dice, encierra en su misterio el origen de algunos pueblos aborígenes sudamericanos.
Por los remotísimos días de la creación, se cuenta que una vez pasó el dios de agua por una maravillosa región que encontró despoblada; no había por allí el más mínimo vestigio de presencia humana, y pensó que un lugar como ése, con tantas riquezas y frutos producidos espontáneamente por la naturaleza, no podía permanecer sin que en ella habitaran los hombres y aprovecharan su prodigalidad.
Volvió sobre sus pasos en busca del Dios Supremos y le llevó una muestra de la tierra que había en ese lugar; le contó de su existencia y o bien que vivirían en él los seres humanos, y le sugirió la posibilidad de que lo hiciera habitar. Convencido el Dios Supremo de los argumentos que se le exponían, tomó aquella tierra, la amasó lentamente hasta que tomó forma humana, y con su soplo divino, dio vida a dos seres, a dos hombres que depositó en aquella región: uno fue de color blanco y al otro le dio color rojizo.
Al poco tiempo, y dándose cuenta el Dios Supremo de la soledad de aquellos hombres, creó simultáneamente a dos mujeres, a quienes encargó de que fueran fieles compañeras de sus esposos para toda la vida y que poblaran aquel lugar para mayor gloria de los dioses.
Transcurrió algún tiempo y aquellos seres se fueron multiplicando, de tal suerte que podía ya hablarse de dos tribus más que de dos familias; todos se alimentaban de los frutos vegetales que les brindaba la naturaleza, y la paz, la cordialidad y la amistad reinaban entre ellos sin la menos sombra de infelicidad ni de inquietudes.
Un día, cuando uno de los hermanos se encontraba distraído cortando frutas, un feroz jabalí, que en esas tierras es llamado “pecarí”, estaba acechándolo; de inmediato, tomó una piedra que tenía al alcance de la mano y se la arrojó con todas sus fuerzas. El animal huyó asustado, pero un curioso fenómeno que se produjo llamó la atención del hombre: quiso el destino que la piedra, que no había dado en el blanco, fuera a estrellarse contra una gran roca, y que en el choque, se produjeran unas chispas que nunca antes había visto. Repitió su acción varias veces, y se dio cuenta de que el fenómeno se producía siempre, hasta que en una de tantas ocasiones una de las chispas saltó hasta un matorral cercano que estaba muy seco y produjo un incendio que lo llenó de asombro.
Aquel hombre, sin quererlo, había descubierto el fuego, y estaba tan ensimismado contemplando aquella hoguera, que no se dio cuenta de que el pecarí al que poco tiempo antes había ahuyentado, regresaba de nuevo a la carga; al acecho nuevamente el animal, estaba a punto de atacar cuando el otro hermano, que atraído por el humo llegaba al lugar, se dio cuenta de las intenciones de la bestia y le arrojó con tanta fuerza y puntería una piedra que tuvo la suerte de partirle en dos la cabeza dejándolo muerto al instante.
No sabiendo qué hacer con aquel animal inerte, lo arrojó al fuego y se sentó junto a su hermano a contemplar aquel hecho maravilloso que veía por vez primera. Al poco rato, un agradable olor a carne asada impregnó el ambiente; con curiosidad y atraídos por aquel aroma, ambos hermanos tomaron un pedazo de aquel animal y lo probaron; y fue tanto lo que les gustó, que ahí mismo lo devoraron, y en lo sucesivo fueron raras las ocasiones en que recurrieron a los productos vegetales, dedicándose más a la caza que a la recolección de los frutos.
Pasó el tiempo y los hermanos y sus familias fueron inventando, gracias al fuego, nuevos objetos; así útiles de cocina como recipientes y cacerolas pronto les fueron comunes, y más diríamos de los cuchillos, lanzas, arcos, flechas, etc. Lógicamente, mayor atención prestaron a las armas, pues se dieron cuenta de que con ellas era mucho más fácil dedicarse a la cacería y capturar sus presas. Pero como por ley natural las aptitudes de unos eran superiores a las de otros en cada especialidad, tuvieron que surgir las rivalidades entre las familias y entre los hermanos, hasta que por fin, sobrevinieron los disgustos, las luchas fratricidas y el siempre lamentable derramamiento de sangre entre aquellos hombres que, hasta poco tiempo antes, tanto se querían y se respetaban.
Lo inevitable tenía que suceder: el más fuerte se impuso al más débil, y uno de los hermanos, con su familia, tuvo que emigrar hasta el otro extremo de aquel maravilloso lugar, en tanto que el otro se enseñoreaba de las tierras y hacía alarde de su fuerza, de su pericia y su superioridad.
Pero el Dios Supremo no había estado ajeno a aquella situación; todo lo había visto y no estaba dispuesto a tolerarlo. El había enviado al hombre a aquel lugar para poblarlo y para que diera fe du su grandeza, no para destruirse y renegar de haber sido creado; Él los creó para que vivieran juntos y en paz, no para que se separaran, rivalizaran y se hicieran la guerra: quería en fin, que se acudiera a Él con veneración y respeto, no que se mencionara Su Nombre para clamar por la venganza y por la destrucción del rival.
Llamó entonces al dios del agua y le ordenó que castigara severamente a aquellos descarriados. Durante seis días y seis largas noches estuvo lloviendo torrencialmente; muchos frutos se perdieron y cientos de animales perecieron: todas las viviendas fueron destruídas y las gentes sufrieron a la intemperie las inclemencias del tiempo.
Por fin, al séptimo día salió el sol; cesó de llover, y de improvisó descendió de un árbol una extraña figura que pronto tomó forma humana; era el dios de la lluvia que, enviado por el Dios Supremo, bajaba del cielo a recriminar a los hermanos y a sus descendientes su mal comportamiento; llamó a todos a su alrededor, y cuando los tuvo reunidos, tras reprenderlos y reprocharles su mal proceder, los exhortó a que hicieran las paces y a que se amaran los unos a los otros. Apenados y arrepentidos de sus actos, todos se abrazaron y se pidieron perdón, prometiéndose mutuamente no volver jamás a pelearse.
De repente, cuando los hermanos, llorando, ser estrechaban en un fuerte abrazo reconciliatorio, una azulada y suave nube los envolvió; y tofos los presentes fueron testigos incrédulos de una extraña visión: aquellos dos hombres, poco a poco, fueron desvaneciéndose, y en su lugar, crecía desde el suelo una hermosa azucena der bicolores rojo y blanco, que desde entonces fue el símbolo de la unión en aquel pueblo
.
Comments