(Tradición de la calle de San Felipe de Jesús, que es la 3ª. De Regina)
…y sigamos de la mano del bueno don Artemio del Valle Arizpe, que nos lleva por las calles de la muy noble Ciudad de México, con sus leyendas y tradiciones.
No había nadie en el mundo más alborotador, más inquieto, más travieso, más pendenciero, que Felipe de las Casas. En el colegio Máximo de San Pedro y San Pablo no lo soportaban, ni tampoco lo soportaban en casa de sus padres. Estos estaban siempre afligidos, llorosos por su conducta, que parecía no tener jamás compostura. No encontraban los atribulados padres ningún remedio para que se enmendara su hijo Felipe, jamás pudieron ponerle en razón su natural ferocidad. Hoy hacía un daño y al día siguiente otro mayor, y cada vez iba refinando con más sutilezas lo perverso de su ingenio.
En su casa, muchas de sus más terribles travesuras, de sus burlas más atroces, iban a dar a una pobre y paciente esclava negra. Juana Petra se llamaba esta esclava, obediente y sumisa. Juana Petra era un alma ingenua, con candidez arcaica. Su eterna sonrisa mostraba lo blanco de sus dientes y lo blanco de su alma cándida y amorosa. Esta buena y dócil mujer a todas horas andaba ligera y afanosa por la casa, de un lado para el otro, limpiando, atendiendo con alegría a todos los menesteres. Todo lo observaba y ayudaba en todo lo que se necesitara para el buen servicio de la casa. Las cosas, de la cocina, la ropa blanca de los arcones y armarios, perfumada por gruesos membrillos; los muebles de todas las estancias conocían bien la actividad incansable de sus manos y la paz dulce de sus ojos humildes de sierva. Sabía hacer maravillosos guisados y confituras y cuidar amorosamente a los enfermos.
Pero Juana Petra, sonriente, mansa, mirando siempre con suave bondad, soportaba todo lo que le hacía Felipe, alzando los brazos por encima de la cabeza y con los ojos vueltos al cielo exclamaba: ¡Cuando la higuera del patio reverdezca, Felipillo santo ¡, como teniendo por imposible la corrección del muchacho bullanguero y perverso. Esta higuera de que hablaba Juana Petra era un árbol viejo y retorcido que estaba en un rincón del patio; patio umbroso, con columnas que sostenían el corredor alto. Esta higuera hacía años que estaba seca; muchas veces se pensó arrancarla, hacerla leña, echarla al fogón de la cocina, pero aunque se quiso hacer esto en muchas ocasiones no se llegó a realizar nunca y la higuera seguía allí, en su rincón, caduca, enmarañada, inservible.
Los padres de este terrible y alborotador Felipe eran el mercader don Alonso de las Casas y doña Antonia Martínez. Los dos eran suaves en el trato, cordiales, de espíritu tranquilo, lleno de simplicidad dulce y resignados sufridores de sus penas, penas constantes, que les ponía en el sosiego de sus vidas simples su hijo Felipe, cada vez con más ímpetus para la maldad. No le valían consejos a Felipe, ni tampoco le valían castigos. Don Alonso y doña Antonia le hacían constantes súplicas y promesas a los santos para que hicieran bueno a su hijo ganándole el alma y le pusieran fin a su maldad; pero Felipe no se corregía, no enmendaba la vida, sino que los vicios le iban creciendo a más largos pasos y esto les ponía en congoja el corazón a sus padres y llenos de profunda tristeza oían el constante presagio de la esclava: ¡Felipillo santo, cuando la higuera reverdezca!.
Dejó el colegio de San Pedro y San Pablo y se dedicó a una vida desenfrenada, vertiginosa y excesiva, aumentando día a día sus mil males siniestros, que cada vez le tornaban el alma más negra que un carbón, y a todo paso se la despeñaban hacia el infierno. Pero una buena mañana volvió de presto sobre sí y empezó a dolerse de pecar tanto; cayó en la cuenta de sus maldades y clamó al cielo con lágrimas; se alentaba a penitencia conociendo lo que había hecho y dicho. Le volvió las espaldas a la culpa y fue a dar a la Puebla de los Ángeles, al convento de los descalzos franciscanos de Santa Bárbara, con el corazón hecho pedazos de dolor y arrepentimiento, pues quería estar lejos de México, en donde espantó con sus escándalos y abominaciones. En la quietud dolorosa y sedante del convento empezó a borrar con lágrimas sus desaciertos , y haciendo frutos de cordial penitencia, puso a su alma en el camino de la salvación.
Don Alonso y doña Antonia estaban muy contentos al ver que su hijo había corregido sus errares. Pero la negra Juana Petra, al saber la enmienda de Felipe, repetía, riéndose: ¡Felipillo santo…cuando la higuera reverdezca! Poco, apenas un año escaso, duraron los buenos propósitos de Felipe. Dejó el convento y volvió a México a entrar con más ansia en el alegre tumulto de su vida pasada, estimando en poco la misericordia divina; volvió al otro lado la cara para dejar pasar la verdad y tornó al desaforado seguimiento de sus deleites y apetitos. La gente principal huía de él, desviaba su compañía y conversación, lo miraban todos con menosprecio, diciendo que era un deshonrabuenos; pero Felipe echaba en donaire y risa el agravio. Sus vicios se lo comían y abrasaban. Se abribonó más y se hizo más haragán, empeorando cada día. ¡Felipillo santo, cuando la higuera reverdezca!, repetía agorera la negra esclava al saber de sus maldades y escándalos. Provocaba, atraía a sí a otros con el ejemplo, les metía en las entrañas su misma ansia furiosa para el mal. Con sus ruines procederes avergonzaba la clara prosapia de sus mayores. Su madre no hacía más que llorar y rezar por él, padeciendo en silencia. Era un dolor que no tenía consuelo.
Don Alonso lo puso de aprendiz de platero para castigarlo, pero a Felipe no le importó nada el castigo, ni el enojo y amargura de sus padres; les perdió el respeto y el temor y siguió señalándose por sus maldades, que no alcanzaban jamás fin, sin hacer maldito el caso del noble oficio de la platería. Rompió las reglas de la vergüenza, solazándose en sus deleites. Ya era hojarasca seca ordenada al infierno. Don Alonso buscaba el remedio; le dio cartas y dinero bastante y lo envió a Filipinas para que siguiera la activa carrera del comercio. El pan ajeno hace al hijo bueno, dicen por ahí.
Pero apenas llegó a Manila cuando sacó los pasos del mal camino y los enderezó por senda segura, volviendo a sujetarse a Dios. Los pasados placeres lo llenaban de vergüenza. Reconociendo sus errores, compuso sus costumbres y reformó toda su vida. En Manila volvió a tomar el hábito franciscano en el convento de Santa María de los Ángeles. Empleaba la noche entera en pensamientos santos. No era Dios amanecido, al abrir el día, cuando ya estaba en atentísima meditación, poniendo por blanco suyo la vida de Cristo, sin apartar de ella los ojos del alma. Sus padres se llenaron de venturosa alegría al saber que ya era firme su perseverancia en la virtud, y que por su conducta ejemplar había merecido , pasado apenas un año de su austero noviciado, recibir la solemne profesión bajo el sobrenombre de Jesús. En los buenos viejos no cabía el gozo de tanto bien. Lloraban con la inmensa alegría que los embargaba.
Para completar su gran ventura deseaban don Alonso y doña Antonia que su hijo Felipe viniese a México a ordenarse. ¡Recibir de sus manos a Dios en el sacramento! ¡Llevárselos sus manos consagradas de hijo bueno para que entrase en sus entrañas y tomara dulce posesión de sus corazones! Y no veían la hora de verse en los suaves brazos de Cristo Jesús conducido por su hijo. Sus ojos se emocionaban con el anticipado deslumbramiento de sus atavíos sacerdotales y así, llenos de emoción esperaban la bendición del hijo recuperado.
Llegaron a conseguir con influencias, y claro está que también son buenas cantidades de dinero, que viniese Felipe a ordenarse en México. Con ansia incontenida lo esperaban. Sus vidas temblaban, como las ramitas más altas de un árbol. ¡Qué lento era el navío que traía a su hijo! La mañana del 5 de febrero de aquel año de gracia de 1597 entró en su alcoba dando voces la negra Juana Petra. Traía un gran pasmo en sus ojos inocentes, y sacudiendo sus manos por encima de la cabeza gritaba con voz opaca por la emoción:
--¡Mi señor don Alonso, mi señora doña Antonia, Felipillo es santo! ¡Es santo Felipillo! Ya reverdeció la higuera podrida y apolillada; hasta hay en ella cantando pájaros. Vengan a verla. ¡Ya Felipillo es santo! ¡Es santo!
Desde la enrejada ventana que caía sobre el patio miraron, con asombro, los dos viejos la antigua higuera. Estaba verde, rotunda, pomposa, balanceaba a la brisa mañanera sus hojas anchas, lustrosas y frescas. De entre su apretado verdor surgía, clarísimo, el canto de muchos pájaros invisibles, de los que sólo se sabía de su presencia por aquel manantial armonioso que estaba fluyendo de entre las ramas con exaltada gracia.
Don Alonso buscó la mano de su esposa, y ya juntas las dos viejas manos se comunicaron su temblor y, volviendo las cabezas, sus miradas se entrelazaron con suavidad amorosa a través de sus ojos empañados en lágrimas.
Pasaron los meses y los meses y los dos viejos seguían esperando con ansia a su hijo Felipe de Jesús; pero en vez de él les llegó la noticia de su cruento martirio en Nagasaki, que sucedió a los cinco días del mes de febrero de ese año de 1597; que ahora estaba terminando, el mismo día en que reverdeció espléndida, con verde pompa, la higuera vieja y resquebrajada. Los pobres viejos se abrazaron en silencio y lloraron, y en un rincón también la anciana Juana Petra, cubriéndose los ojos con la punta de su limpio delantal de deslumbrante blancura.
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