Y esta segunda semana de junio vamos a continuar con las leyendas y tradiciones de las calles de México, y continuamos de la mano de don Artemio del Valle Arizpe que las rescato del olvido y nos las legó para solaz de los habitantes de esta muy noble ciudad de México.
Hoy vamos a recurrir a su recopilación de una leyenda muy antigua, que existía incluso antes de la llegada de los españoles a tierras americanas, y que ha ido adquiriendo una gran variedad de versiones…
Quién era el osado, que por más valiente que fuera, se atreviese a salir por la calle pasando las diez de la noche? Sonaba la campana con el toque de queda en Catedral y todos los habitantes de la ciudad echaban cerrojos, fallebas, ponían trancas y otras seguras defensas a sus puertas y ventanas. Se encerraban a piedra y lodo. No se atrevían a asomar ni medio ojo siquiera. Hasta los viejos soldados conquistadores, que demostraron bien su valor en la guerra, no trasponían el umbral de su morada al llegar esa hora temible. Amedrentada y poseída del miedo estaba toda la gente; él les había arrebatado el ánimo; era como si trajesen un clavo atravesado en el alma.
Los hombres se hallaban cobardes y temerosos; a las mujeres les temblaban las carnes; no podían dar ni un solo paso; se desmayaban o, cuando menos, se iban de las aguas. Los corazones se encogían de terror al oír aquel lamento largo, agudo, que venía de muy lejos i íbase acercando, poco a poco, cargado de dolor. No había entonces un corazón fuerte; a todos, al escuchar ese llanto que parecía surgir de las entrañas más profundas de la tierra, los dominaba el miedo, poníales carne de gallina, les erizaba los pelos, y enfriaba los tuétanos en los huesos. ¿Quién podía vencer la cobardía ante aquel lloro prolongado y lastimero que cruzaba, noche a noche, por toda la ciudad? ¡La Llorona!, clamaban los pasantes entres castañeteos de dientes, y apenas si podían murmurar una breve oración, con mano temblorosa se santiguaban, oprimían sus rosarios, cruces, medallas y escapularios que les colgaban del cuello.
México estaba aterrorizado por aquellos angustiosos gemidos. Cuando se empezaron a oír, salieron muchos a cerciorarse de quién era el ser que lloraba de ese modo tan plañidero y doloroso. Varias personas afirmaron que era cosa ultraterrena, porque un llanto humano, a distancia de dos o tres calles se quedaba ahogado, ya no se oía; pero éste traspasaba con su fuerza una gran extensión y llegaba claro, distinto, a todos los oídos con su amarga queja. Salieron no pocos a investigar, y unos murieron de susto, otros quedaron locos de remate y poquísimos hubo que pudieron narrar lo que había contemplado, entre escalofríos y sobresaltos. Se vieron llenos de terror hasta los pechos más aguerridos.
Una mujer, envuelta en un flotante vestido blanco y con el rostro cubierto con velo casi transparente que revolaba en torno suyo al fino soplo del viento, cruzaba con lentitud parsimoniosa por varias calles y plazas de la ciudad, unas noches por unas y otras, por distintas; alzaba los brazos con desesperada angustia, los retorcía en el aire y lanzaba aquel trémulo grito que metía terror en todos los pechos. Ese tristísimo ¿ay!, se levantaba ondulante y clamoroso en el silencio de la noche, y luego que se desvanecía con su cohorte de ecos lejanos, se volvían a oír.
Los gemidos en la quietud nocturna, y eran tales que desalentaban cualquier osadía.
Así, por una calle y luego por otra, rodeaba las plazas y plazuelas, explayando el raudal de sus gemidos; y al final, iba a rematar con el grito más doliente, más cargado de aflicción, en la Plaza Mayor, toda en quietud y sombras. Allí se arrodillaba esa mujer misteriosa, vuelta hacia el Oriente; se inclinaba como besando el suelo y lloraba con gran ansia, poniendo su ignorado dolor en un alarido largo y penetrante; después se iba ya en silencio, despacio, hasta que llegaba al lago, y en sus orillas se perdía; deshacíase en el aire como una vaga niebla, o se sumergía en las aguas; nadie llego a saberlo; el caso es que allí desaparecía ante los ojos atónitos de quienes habían tenido la audacia de seguirla, siempre a distancia, eso sí, pues que un profundo terror impedía acercarse a aquella mujer extraña que hacía grandes llantos y se deshacía de pena.
Esto pasaba noche con noche en México a mediados del siglo XVI, cuando la Llorona, como dió en llamársele, henchía el aire de clamores sin fin. Las conjeturas y las afirmaciones iban y venían por la ciudad. Unos creían una cosa, y otros, otra muy distinta, pero cada quien aseguraba que lo que decía era la verdad pura, y que, por lo tanto, debería de darle entera fe.
Con certidumbre y firmeza aseguraban muchos que esa mujer había muerto lejos del esposo a quien amaba con locura, y que venía a verle, llorando sin esperanza, porque ya estaba casado, y que de ella borró todo recuerdo; varios afirmaban que no pudo lograr desposarse nunca con el buen caballero a quien amaba, pues la muerte no la dejó darle su mano, y que sólo a mirarlo tornaba a este bajo mundo, llorando desesperada porque él andaba perdido entre vicios; muchos referían que era una desdichada viuda que se lamentaba así porque sus huérfanos estaban sumidos en lo más negro de la desgracia, sin lograr ayuda de nadie; no pocos eran los que sostenía que era una pobre madre a quien le asesinaron todos los hijos, y que salía de la tumba a jurar venganza; gran número de gentes estaban en la firme creencia de que había sido una esposa infiel y que, como no hallaba quietud ni paz en la otra vida, volvía a la tierra a llorar de arrepentimiento, perdidas las esperanzas de alcanzar perdón; o bien numerosas personas contaban que un marido celoso acabó con un puñal la existencia tranquila que llevaba, empujado sólo por sospechas injustas; y no faltaba quien estuviese persuadido de que la tal Llorona no era otra sino la famosa doña Marina, la hermosa Malinche, que venía a este suelo con permiso divino a llenar el aire de clamores, en señal de su gran arrepentimiento por haber traicionado a los de su raza, poniéndose al lado de los soldados que tan brutalmente la sometieron.
No sólo por la ciudad de México andaba esta mujer extraña, sino que se la veía en varias poblaciones del reino. Atravesaba, blanca y doliente, por los campos solitarios; ante su presencia se espantaba el ganado, corría a la desbandada como si lo persiguieran; a lo largo de los caminos llenos de luna, pasaba su grito; se escuchaba su queja lastimera entre el vasto rumor de los árboles de los bosques; se la miraba cruzar, llena de desesperación por la aridez de los cerros; la había visto echada al pie de las cruces que se alzaban en montañas y senderos; caminaba por veredas desviadas, y se sentaba en una peña a sollozar; salía, misteriosa, de las grutas, de las cuevas en que vivían feroces animales del monte; caminaba lenta por las orillas de los ríos, sumando sus gemidos con el rumor sin fin del agua.
Esta leyenda es antiquísima en México. Existía ya cuando los conquistadores entraron a la gran Tenochtitlan de Moctezuma, pues fray Bernardino de Sahagún al hablar de la diosa Cihuacoatl en su “Historia general de las cosas de la Nueva España” escribe: “que aparecía muchas veces como una señora compuesta con unos atavíos como se usan en Palacio; decía también que de noche voceaba y bramaba en el aire… Los atavíos con los que esta mujer aparecía eran blancos, y los cabellos los tocaba de tal manera que tenía como unos cornezuelos cruzados sobre la frente”, y también agrega que al enumerar los agüeros con los que se anunció en México la llegada de los españoles y la destrucción de la ciudad azteca, que el sexto vaticinio fue “que de noche se oyeran voces muchas veces como de una mujer que angustiada y con lloro decía: ¡Oh, hijos míos, que ya ha llegado vuestra destrucción! Y otras veces decía: ¡Oh hijos míos, ¿dónde os llevaré para que no os acabéis de perder?!”
Hasta los primeros años del siglo XVII anduvo la Llorona por las calles y campos de México; después desapareció para siempre y no se volvió a oír su gemido largo angustioso en la quietud de las noches.
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