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Hortensia Contreras

La Vida en México (de Frances Ersikne Inglis)

Otro de los personajes famosos que habitaron la hermosa ciudad de México durante el s. XIX fue la talentosa y perspicaz escocesa conocida como madame Calderón de la Barca, quien llegó al país casada con el primer ministro plenipotenciario de España en México y dejó para la posteridad un retrato magistral de los gustos y costumbres de la sociedad mexicana que conoció entre 1839 y a1842. Su minucioso relato “La vida en México, durante una residencia de dos años en ese país”, no da una clara idea de cómo era el México de aquellos tiempos.


En diciembre de 1936 se firmó el Tratado de Paz y amistad entre México y España por el cual se reconoció la independencia de nuestro país. Tres años después llegó don Ángel Calderón de la Barca como ministro plenipotenciario de España, acompañado de su esposa, la escocesa Frances Erskine Inglis. A partir del 18 de diciembre de 1839 permanecieron poco más de dos años en la nueva República americana; durante ese tiempo, Frances mantuvo una numerosa correspondencia con su familia radicada den Boston, Massachussets, y de ese acervo escogió cincuenta y cuatro cartas para ser publicadas en inglés en 1843 por una editorial bostoniana.


Tan pronto fue conocido en México, el libro y la autora fueron mal recibidos por políticos y escritores mexicanos (Ignacio Altamirano y Manuel Payno, entre otros) que veían en su obra un dechado de imprecisiones, burlas, prejuicios y falsedades que tenía el fin de desprestigiar a México ante la comunidad internacional.


La marquesa Calderón de la Barca (título que le fue concedido por el rey Alfonso XII en 1876) nació en Edimburgo, Escocia en 1869, Su padre, acosado por las deudas, decidió trasladar a su familia a la ciudad de Boulogne, Francia, lugar donde murió en 1830. Esta situación obligó a su madre a emigrar a <<estados Unidos junto con sus cuatro hijas y establecerse en Boston, donde fundó un colegio para señoritas. En este lugar refinado y con gran actividad cultural Frances Erskine entró en contacto no sólo con las instituciones educativas, sino también con un círculo de académicos, científicos y diplomáticos que frecuentaban la ciudad. Así fue como conoció a William Prescott quien publicaría una obra sobre el mundo hispánico, Asidua a la casa de Prescott, presuntamente ahí conoció en 1838, a Ángel Calderón de la Barca (argentino de nacimiento que había sido embajador de España acreditado en Washington). Se casaron ese mismo año, ella de 32 y el de 45 años. Calderón de la Barca fue nombrado ministro plenipotenciario de España en México y se trasladó de Nueva York a la Habana el 27 de octubre de 1839, fecha en que Frances escribe su primera carta. Permanecerían en México hasta el 28 de abril de 1842, cuando la escocesa firmó su última carta. A juicio de Felipe Teixidor, su biógrafo, ese día “no se dio cuenta , al hacerlo, que había puesto punto final al mejor libro que jamás haya escrito sobre México un extranjero”.

Veamos un pequeño ejemplo de esta correspondencia:


Mi Vida en México, madame Calderón de la Barca (fragmentos de la séptima carta):

Hice mi debut en México yendo a misa a la Catedral. Al atravesar el coche la Alameda, que se encuentra cerca de nuestra casa, admiramos sus nobles árboles, las flores y las fuentes, y bajo el sol todo era un golpe de brillos para la vista. Eran pocos los carruajes que transitaban por ella; se veían algunos caballeros montando a caballo; unas gentes amantes de la soledad descansaban en las bancas de piedra; profusión de mendigos… Pasamos por la calle de San Francisco, la calle más hermosa de México, tanto por sus tiendas como por sus casas (entre ellas el Palacio de Iturbide, ricamente labrado, pero ahora casi en ruinas), y que termina en la plaza donde se levantan la Catedral y el Palacio. Las calles estaban llenas de gente, pues era día de fiesta; y en un cielo transparente, el sol dejaba caer sus rayos sobre un conjunto de vivos colores; y los pintorescos grupos de soldados, frailes, campesinos y señoras de velo; la falta absoluta de proporción en los edificios, el primor de tantas iglesias y viejos conventos; y ese aire de grandeza que reina por todas partes, aun en donde el tiempo puso su mano o dejó en ruinas el talón de hierro de la revolución, todo contribuye a mantener la atención alerta y a excitar el interés.


Pasó el coche frente a la Catedral, construida sobre el sitio que ocupaban parte de las ruinas del gran templo de los aztecas; de aquel templo piramidal que construyó Ahuizotl, el santuario tan mentado por lo españoles, el cual comprendía diferentes edificios y santuarios, que ocupaban el terreno en que ahora se levanta la Catedral, y que incluye la plaza y calles contiguas.


Y es curiosa, y dicho sea de paso, la creencia que tenía de que el dios de la guerra, había nacido de mujer, una Virgen santa, que servía en el templo, y cuando los sacerdotes supieron de su desgracia y quisieron lapidarla, se dejó oír una voz que decía: “No temas, madre mía, pues he de salvar tu honor y mi gloria”. Y así nació el dios, con un escudo en la mano izquierda, una flecha en la diestra, en la cabeza un penacho de verdes plumas, su cara pintada de azul y su pierna izquierda adornada con plumas. Así representaban su gigantesca estatua.


Tenían dioses del agua, de la tierra, de la noche, del fuego y del infierno; diosas de las flores y del maíz; se hacían ofrendas de pan, flores y joyas, pero también nos aseguraron que se sacrificaban anualmente de veinte a cincuenta mil víctimas humanas. Sólo en la ciudad de México. Que estas cuentas han de ser exageradas, apenas podemos dudarlo, aun cuando entre los autores de estas relatos figura un obispo; mas con que fuera verdad la décima parte, es bastante para que reverenciemos la memoria de Cortés, quien con la cruz puso fin al derramamiento de sangre inocente, fundó la Catedral sobre las tuinas de un templo en el que tantas veces se oyeron voces lastimeras, y en lugar de estos ídolos embadurnados de sangre, instituyó el culto de la dulce imagen de la Virgen.


Entre tanto, entramos al edificio cristiano que cubre un espacio enorme de terreno, y es de forma gótica, con dos altivas y ornamentadas torres, y que es inmensamente rico en oro, plata y joyas. Una balaustrada que corre a lo largo del templo, que fue traída de China, vale mucho, según dicen, pero me parece más curiosa que bella. Es una composición de bronce y plata. No se veía un alma cuando llegamos al sagrado recinto, sólo léperos miserables, en andrajos, mezclados con mujeres que se cubrían con rebozos viejos y sucios; ya para irnos vimos, aquí y allí, a unas cuantas señoras de mantilla, pero dudo que llegaran a media docena. El suelo está tan sucio que no puede uno arrodillarse sin una sensación de horror, y sin la determinación íntima de cambiarse después de ropa a toda prisa. Además muchos de mis vecinos indios estaban empeñados en algo que a vosotros os toca adivinar, estaban, de hecho, haciendo menos pesada la opresión del sistema colonial sobre sus cabezas, o más bien, capturando y exterminando a los colonos, que en ellas formas enjambres, como los inmigrantes irlandeses en los Estados Unidos. ¡Qué alivio, después de la misa, encontrarme otra vez al aire libra! Me ha dicho que, con excepción de ciertas ocasiones solemnes y en determinadas horas, son muy pocas las señoras que van a la Catedral para sus devociones. Tendré que ir aprendiendo todas estas particularidades a su debido tiempo.


…Después de salir de la Catedral, Calderón se puso sus condecoraciones en el coche, por ser este el día fijado para ser recibido por el Presidente (Anastasio Bustamante), y nos dirigimos a Palacio, donde le dejé y regresé a casa. Fue recibido con gran ceremonia; una banda de música tocaba en el patio, y le recibió el Presidente con uniforme de gran gala, rodeado por todos sus ministros y ayudantes de campo, de pie, delante de un trono, bajo un dosel de terciopelo y descansando sus pies sobre un taburete, de la misma manera, quizás, que solían hacerlo los virreyes. ¡Viva la República! Calderón pronunció un discurso que fue contestado por el mismo Presidente, y ambas piezas oratorias podían ser encontradas por los curiosos en dichas materias en el “Diario” del 31 de diciembre.


Mientras escribo, un horrible lépero me está viendo de reojo, a través de la ventana, recitando una interminable y extraña quejumbre, al mismo tiempo que extiende su mano con sólo dos largos dedos: los otros tres han de estar probablemente atados con disimulo. “Señorita, señorita, por el amor de la purísima sangre de Cristo, por la milagrosa Concepción…” ¡El infeliz! No me atrevo a levantar la vista, pero siento que sus ojos se han fijado en un reloj de oro y en unos sellos que se encuentran sobre la mesa. Esto es lo peor que puede suceder en una casa de un solo piso…¡Y ahora llegan otros! Una mujer paralítica, a horcajadas sobre la espalda de un hombre de barba, muy robusto, que tal parece que habría de recurrir a medidas más efectivas, si no fuese por los barrotes de hierro, y que exhibe un pie deforme, probablemente pegado detrás quién sabe por qué extraordinario artificio. ¡Cuánta quejumbre! ¡Cuántos andrajos! ¡Qué coro de lamentaciones!. Esta concurrencia débese, con seguridad, al hecho de que ayer les mandamos algunas monedas. Trato de no darme por enterada y sigo escribiendo como si estuviese sorda. Debo salir de la habitación, sin mirar a mis espaldas, y mandar al portero que les ahuyente. Porque aquí no se usan los cordones de campanilla.

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