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Hortensia Contreras

Las antiguas verbenas (parte 2)


El sol parecía remontarse con más prisa que la acostumbrada y a medida que su luz era más violenta, más violentos parecían también los ruidos y colores El barrio todo olía a fritanga; aquí freían el ajonjolí para el mole poblano, allá molían la jugosa pepita de melón para la horchata, en honda artesa hacían rehilete las carnitas, las piernas de barbacoa formaban hacinamiento en el mismo puesto donde se reían sardónicamente las cabezas de carnero, con sus hojas de lechuga entre los dientes.


El tranvía adornado venía repleto; bajaban de él señoras gordas de dos trenzas, niñas casaderas de caracol y enaguas de lana y rebozo de seda, charros con paraguas, viejas de mantillas, irresistibles de segundo patio con sombrerito de fieltro echado hacia atrás.

Los repiques continúan. Cuando se alza la cortina del templo, se le la enorme cantidad de velas encendidas, y hasta la plazuela llega un aire de música sacra de orquesta, órgano y coro. Todo el mundo vocea sus mercancías; ya una arpa suena en las aguas frescas, ya un poeta de a pie lee un último romance callejero; ya se asoma en las cazuelas hondísimas el mole poblano, en cuya tersa superficie parece esperar un náufrago cándido de pavo, y hasta la cual suben, después, alones y rabadillas, cuando adiposa matrona revuelve todo aquello, pausadamente, con una cuchara nueva de palo.


Y abierto de piernas, refulgiendo al sol el sombrero ancho, con más filigranas de oro que unas arracadas, luciente botonadura de plata en los pantalones de popotillo y con los zapatos puntiagudos bayos, y en bordada pistolera la pistola de cacha de nácar.

Envueltas en impermeables, veladas por gasas verdes o azules, enguantadas con enagüillas a media asta, límpidos lentes, dientes de oro, cutis delicadísimo de flor, ojos diáfanos como agua zarca, discurren flemáticas excursionistas; el gentleman que lleva un botón definitivo en el hojal, se pone en pose y toma varias instantáneas. Compran hasta tres pesos de platos, jarras y otras alfarerías de Cuautitlán. La dama de pelo blanco, en honda red carga granadas de Tehuacán, limones, naranjas y jícamas.

Cuando pitan las fábricas, es decir, a las doce en punto, no puede echarse un alfiler frente al templo y en las calles adyacentes. Los de la montada a duras penas se abren paso por entre el apretado gentío; no hay borde de acera, ni cubo de zaguán que no está ocupados por alegres comensales que, al aire libre y a mano limpia, lo mismo descabezan un taco minero que dejan monda una pierna de guajolote. Cada tren que llega, atestado de pasajeros, lanza a la circulación veintenas de gentes ganosas de verbenear hasta que Dios y la policía lo permitan.


Algunos fieles se van quedando dormidos en el interior de la iglesia, pero en posturas profanas, tumbados contra un confesionario, al sesgo en el peldaño de una escalinata, al amor de un plinto, traicionados todos por el bochorno y las digestiones laboriosas. Algunas damas se confiesan en voz alta, se les subleva lo piadoso, se acuerdan de sus muertos y entre un hipo profundo y un sollozo espantoso, recitan muy adulterados fragmentos de plegaria.


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