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Hortensia Contreras

Las antiguas verbenas (primera parte)

Este mes quisiera compartir una crónica escrita a principios del siglo XX acerca de cómo se celebraban las fiestas populares en la ciudad de México, el texto lleva por título LAS ANTIGUAS VERBENAS, pero es muy largo así que decidí dividirlo en tres partes para que así se pueda leer en el transcurso del mes y nos lleve a imaginarnos cómo debieron ser las fiestas en las plazas y los parques de la muy noble ciudad de México. La descripción de las mismas lleva como autor a un seudónimo conocido como Micrós y es a él a quien debemos el rescate de aquellas viejas tradiciones y a quien quiero compartir en nuestra página.

Parte 1


Al toque de diana rompía el campanario en repiques ensordecedores; las cámaras retumbaban en el atrio, cimbrando edificios y los cohetes reventaban en el espacio.

A la media luz del amanecer, resaltaba el pincel de llamas de una antorcha. De las calles vecinas desembocaban carretas cargadas; por doquiera cundía el trajín de gentes madrugadoras, el arrastre de bultos pesados, el interminable golpear de hachas y martillos.


Cuando la luz crecía, comenzaban a precisarse los contornos de las casas: la plazuela, días antes solitaria y polvorienta, despertaba convertida en una especia de campamento de gitanos. La torre de la iglesia, presa e ruidosa alegría, volteaba todas sus campanas y abajo parecía responderle el rumor de la multitud y el cascabeleo de varios carros cargados con grandes toneles llenos de pulque.


En el tenducho, en el estanquillo, en la carbonería, daban la última mano a la fachada. En esta casa y en aquella otra, ponían en los barandales, almidonadas cortinas con moños a imágenes sagradas.


Entonces, en la vieja torre centelleaba el oro de las cortinas, de terciopelo rojo galoneado; entonces, mirábase en todo el barrio, el ir y venir hormigoso de todos los vendedores; en las azoteas, en los dinteles, de mástil a mástil, de acera a acera, se estremecían banderas y gallardetes de colores, guirnaldas con eslabones de todo matiz, flecos de oropel, relindos de papel picado, grecas de flores baratas, portadas de pino y de ciprés; todo o que el gusto y la piedad de la feligresía había dispuesto para mostrar su regocijo.


Por los suelos se extendían las esteras, cobijas, sobrecamas, costales y demás, destinadas a recibir frutas; allá descargaban de una parihuela todos los menesteres culinarios de una fonda al aire libre; aquí aparecía, encorvado al peso de tres docenas de sillas de tule, un mecapalero contratado como bestia de carga por las horchateras; más adelante, hacía un alto un sereno, con los faroles encendidos todavía; en el pescante, un hombre descalzo, sosteniendo un tololoche; salían del vehículo hasta siete músicos con sus instrumentos; venía de unas vísperas, listos ya para desayunarse, ahí, donde estaba el puesto en el que humeaba la olla de la tamalera y despedía bocanadas de oloroso vapor otra vasija destinada al atole blanco.


Llegaban los primeros coches de sitio, con su carga de desvelados; unos tomaban café de ollita y otros ordenaban varios platos de enchiladas a las que las vendía.

Mientras tales gentes disolutas almorzaban, las gentes como Dios manda entraban al templo, a la Comunión General de la Cofradía del Sagrado Corazón; las damas con escapulario y con vela en mano, formaban marejada frente a la barandilla del comulgatorio, donde iba y venía el señor cura dando la Sagrada Forma. En el altar mayor, ponían, allá hasta arriba, las últimas velas. En la mesilla de las limosnas extendían una colcha con flecos y cambiaban el plato de latón ordinario por una bandeja honda y capaz. No había dicho más que una misa y ya doña Hilariona Perlado, viuda de Guardia, encargada de la mesa de las contribuciones voluntarias, llevaba colectados tres pesos y nueve centavos. Algunas señoras, hongos animados de los templos, "cogían" ya desayunadas y con toda anticipación, un buen lugar para dominar la misa de tres padres, el sermón de alto coturno y el desfile de la concurrencia en traje de cristianar estrenado.


En el balcón de la escuela, personas con sombrero puesto; mucho ruido de conversación en el salón de actos. La criada del plantel iba y venía con la cesta llena de bizcochos y la jarrita de peltre de leche, señal inequívoca de que, visitantes madrugadores habían sido invitados para tomar un humilde desayunos de frijoles y tamales. Ese día y dos después no había clases.


Rasgueos de guitarra; varios pordioseros elegían sus posiciones estratégicas, y el vendedor tenía ya listo su campamento, lanzaba el primer grito, pregonando: ¡A dos las naranjas, a dos! Pronto acudían al reclamo quieres, por desvelados sentían la boca seca y el estómago como "si lo columpiara un gato".


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