(Sucedido en el convento de San Fernando, en la plaza del mismo nombre).
Ojos negros, anchos, de dulce mirar, bajo la línea fina de las cejas, que eran como el trazo perfecto que dejó un pincel acostumbrado sólo en pintar rostros de celestes Inmaculadas;, boca pequeña, nariz perfecta, y el pelo en rizos menudos y brillantes, algunos de ellos flotando siempre por encima de la blancura lisa de la frente; como como de porcelana era su tez; se sentía fragrante, y deseos daban de pasar por ella la punta de los dedos con delicadeza, para gozar del halago de su suavidad. Tenía ese rostro un tenue matiz rosa; parecía como lámpara de alabastro con una vaga luz interior que lo sonrosaba. Y las manos, muy sosegadas siempre, en un abandonado desmayo, largas, afiladas y pálidas, mostraban, casi transparentes, la trama azul de las venas. ¿Y qué decir de lo muy garboso de su andar? ¿Y cómo expresar la gentileza de su porte? ¿Y de su voz, tan limpia y tan clara, tan musical? Pero estos rasgos no son los de ninguna señora, a ninguna damisela le tocan, sino que pertenecen a un hombre: son los de Fray Bernardino de Illescas, fraile fernandino.
A su lindo convento de San Fernando iban a diario muchas mujeres, sólo para verlo, tanto señoras de alta alcurnia, como las de la clase popular, para llenarse los ojos con su clara presencia. Todas se quedaban absortas contemplándolo, mirándolo sentían como si subiesen al cielo. Ni pestañeaban siquiera, no se hartaban jamás de verlo. Si por la calle iba el Padre, llevábase todas las miradas tras de sí, y luego que pasaba se quedaban las gentes como si las hubiese herido un rayo celestial. No había ojos para tanta belleza; casi salían de sí sus almas. Una celeste aparición creían que era, por lo que, cuando lo veían de repente, hacían mil extremos admirados todos de tan extraordinaria belleza. Con su presencia había pasmos y embelesamientos. Arrebataba con la grandeza de su fina hermosura, todas las miradas.
Se contaba que llegó a las puertas del convento de madrugada, al asomar el alba. Venía envuelto en amplia capa negra, y al desembozarse se le vió un traje de fina seda, y al cuello gran cadena de filigrana de oro y piedras preciosas. Estaba pálido y tembloroso. Pidió hablar con el superior, y en su celda alargó con él pláticas muchas horas. Salió de hablar con él, y esa misma mañana vistió el hábito de novicio.
¿Quién era este señor? ¿De dónde vino? ¿Qué fue lo que lo empujó a la grave quietud del convento? Con nadie hablaba; selló sus labios con decisión. Fue muy grande amador del silencio, por lo que puso en entredicho a las conversaciones. Solitario andaba por aquellos claustros, con la cabeza baja, meditando, escudriñando los rincones de su alma o leyendo en su breviario o enfrascado en libros de alta teología. Horas y más horas se las pasaba arrodillado, inmóvil, en la iglesia o en la capilla doméstica del convento. Tenía su corazón suspenso y elevado a Dios. Fortalecía su espíritu con la continua oración.
Cuando confesaba, diciendo de buena gana faltas suyas, largo tiempo permanecía hincado de rodillas al pie del confesor; vaciaba todo su pecho, y varias veces se le vio llorar, derretirse en lágrimas. Cuando profesó lloró todo ese día, y después de ese llanto copioso quedó sereno invadido con una suave alegría. Apacible tranquilidad hubo ya en su vida. Sólo lo perturbaba aquella inextinguible curiosidad que les despertaba a las mujeres su figura gentil; parecía todas ella no tener bastantes ojo para verlo. En fin, su alma se llenó de sosiego, de un bienestar sereno y amable. Con reposo llenó su pecho de deleites sabios.
Al principio, como andaba revisando las siete grandes estancias de su castillo interior, no ponía los ojos en las cosas del mundo, y no le importaba nada aquella insistente curiosidad femenina que iba a abrirse ante él llena de deleitoso pasmo. No reparaba en aquellos embelesados rostros de mujer que, sin parpadear se le quedaban mirando larga y fijamente; pero cuando profesó no podía ocultar el disgusto que le causaba aquella presencia constante, aquel ininterrumpido e impertinente asedio. Suspiros largos, hondos, llegaban hasta él. Ya se negaba a salir al locutorio; como tumulto de mujeres ricas había allí de continuo para acercársele a besar su mano, a rodearle y a hacerle preguntas, y al oírlo hablar, se quedaban ensimismadas mirando su hermoso rostro, casi de perfección angélica. Mandaba entonces despedir a todo el mundo y corría a esconderse de todos.
Una ocasión, un pintor, oculto detrás de una columna, bosquejó su retrato y luego lo plasmó en delgadas láminas de marfil, y quedó tan al vivo y al natural fray Bernardino, que parecía que iba a hablar. Infinidad de señoras y damas finas, compraron esas efigies perfectas, que hincharon de oro la bolsa del artista y les pusieron cincelados marcos de plata, o de oro.
Cierto día bajó a la iglesia después de la comida del medio día. Una luz suavísima se tamizaba por las altas ventanas que parecía que toda la atmósfera de los retablos refulgía de un tenue tono amarillo. Allí oraba ensimismado fray Bernardino de Illescas. El ancho y dorado templo estaba solitario, en total quietud; se asentaba entre aquellos elevados muros un silencio vasto y uncioso que, sólo de vez en cuando, lo rayaba el vuelo de un pájaro, al arrullo de una paloma o el suave piar de un gorrión.
Una vejezuela, hecha ovillo, dormitaba al pie de una columna, envuelta en un pobre y ajado manto. La lucecilla del sagrario como que se debatía con ansia inútil entre su vaso encarnado; parecía querer desprenderse y escapar hacia la tarde tan azul, tan llena de calma y dorada de sol. Tres hombres salieron del crucero y fueron derechos hacia fray Bernardino, que parecía estar lejos de la tierra, arrebatado en un éxtasis. Uno de ellos lo amordazó estrechamente con un lienzo; otro le tomó con violencia los brazos por detrás y se los retorció para quitarle todo movimiento; y el tercer rufián lo lió, en un dos por tres, con una fuerte cuerda y dio un silbo que repitieron numerosos ecos, y en el acto, por una de las ventanas, aparecieron otros dos hombres más y arrojaron una cuerda, a cuyo extremo unieron la que ataba a fray Bernardino.
Los tres fornidos pelafustanes arrastraron al Padre hasta el altar churrigueresco y, acto continuo, tirando los de arriba, pronto lo izaron. Con semejante ruido salió de su sueño la vejezuela enlutada y reconoció al fraile que iban subiendo,, y dio un grito ansioso, traspasado de angustia, pero se lo apagaron con un golpe, que la metió en un súbito desmayo. Salieron del templo los tres truhanes con tranquila indiferencia, y fray Bernardino desapareció por la ventana enmarcada por preciosas tallas.
Todo el convento se conmovió al conocer de la desaparición del famoso Padre Illescas, perdió su quietud y su paz interior. No había fraile que no anduviese confuso y turbado. Por la ciudad cundió pronto la noticia, y la inquietud se adueñó de casi todos los hogares. Formidable escuadrón de angustias acometieron el corazón de todas las damas de México. No las dejaron pegar los ojos por muchos días. Se revolvió con afán media ciudad, y en la otra media no hubo tampoco en que buscara la justicia. A todas horas iban señoras o enviaban a sus criados a inquirir noticias del fraile desaparecido. La vejezuela que presenció el rapto repetía una y otra vez lo que vió, y no se hallaba indicio alguno en su relato para dar con los que tal hicieron.
Pasaron muchos días, más de un mes, y ni rastro siquiera se encontraban del Padre Illescas. Al fin, una tarde, llegó fray Bernardino a su convento; descolorido y débil venía; casi no podía mantenerse en pie, y esa palidez suya realzaba la gracia de su belleza. Las constantes señoras que estaban en la portería en busca de noticias, casi se desmayaron con la alegría de verlo. No cabía de gozo contemplando aquella gallarda figura, que les tenía robada toda la voluntad.
Entró en el convento y no habló con nadie; en el patio se encontró con el prior; éste quiso decirle algo, pero fray Bernardino no pronunció palabra; sólo lo envolvió en la mansa tristeza que fluía de sus ojos negros y acariciadores. Siguió rápido su camino a través de los claustros y patios, y entró en la cocina, en la amplia cocina conventual, llena de azulejos, cuyos brillos respondían a los múltiples fulgores de los cacharros de cobre muy pulidos. Al lego cocinero y a sus pinches se les desfalleció todo el entendimiento al verlo. Al fin uno de ellos pudo hablar y le dijo que ya se le creía muerto, y que hasta se le rezaron sufragios por su pobre alma. No contestó fray Bernardino; no parecía haber visto ninguno; se creía solo en la cocina. Tomó un grueso asador de hierro y lo metió en una hornilla, y se quedó ensimismado, con la cabeza puesta sobre el pecho y la mirada vaga en las brasas.
Extrajo el negro asador y la mitad estaba encendido, al rojo vivo, y con decisión, con pulso firme, se lo pasó rápidamente por el rostro. Iba chirriando la punta roja de la barba hacia la frente y de la cabeza hasta los carrillos, pasándolo por encima de la nariz, lo subía y lo bajaba con rapidez, y la carne se contraía, se abría y soltaba un humillo hediondo y azulado.
Cuando los legos se le echaron encima para evitar que continuase haciéndose aquel estrago, ya él había soltado el fierro y caía al suelo sin fuerzas; un dolor intenso se le metió en el alma y le privó de vigor corporal. Su rostro era una sola llaga roja, negra, erizada, temblorosa. Así, con impasible heroicidad, destruyó para siempre su belleza fray Bernardino de Illescas, para sólo conservar la radiante e inextinguible hermosura de su alma, que cada día pulía y acicalaba con más exquisito cuidado en el amoroso silencio del claustro.
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