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Hortensia Contreras

MAGNICIDIO: Asesinato del presidente Venustiano Carranza en 1920

Hoy debo recordar un evento del que se cumplen cien años...


Derrotado en su natal Coahuila, de donde salió prácticamente huyendo, Carranza desplegó la suficiente habilidad política para construir un liderazgo nacional. El a primera vista imprudente desafío que lanzó a Victoriano Huerta y al Ejército Federal en la hacienda de Guadalupe el 26 de marzo de 1913, al paso del tiempo sumó voluntades y ejércitos capaces de vencer al general golpista. Después superó con éxito el desconocimiento de los militares reunidos en la Convención de Aguascalientes. Apoyado en el brazo armado de Álvaro Obregón, aniquiló a la hasta entonces invencible División del Norte y enrieló a la Revolución por la vía de las instituciones al promulgar la Constitución de 1917. Fueron siete años de ganar apuestas contra toda ley de probabilidades, pero allí estaba, en Palacio Nacional. Sin embargo, en 1919, al aproximarse la sucesión presidencial, perdería su última jugada...

Eso le costaría la vida.


Dueño de un agudo sentido de la oportunidad, Venustiano Carranza hizo una mala lectura de la situación en 1919. Se entercó en concretar la idea expuesta por Francisco I. Madero y retomada por él: acabar de una vez por todas con el militarismo. El ascenso al poder del militar triunfador en turno había convertido casi un siglo de la historia de México en desesperante repetición de alzamientos, planes revolucionarios, cuartelazos y golpes de estado. La única forma de romper ese círculo vicioso, estaba convencido, era abrir las puertas del despacho presidencial a un civil.


“No debemos elegir a un militar sino a un civil, y este ha de ser un hombre de amplia cultura, de amplia preparación”, insistía don Venustiano, según relatan algunos de sus biógrafos. Incluso Álvaro Obregón se mostraba cínicamente de acuerdo con el diagnóstico de los males que aquejaban a la nación: “Los tres enemigos principales de México son: el militarismo, el clericalismo y el capitalismo. Nosotros podemos liberar al país de los dos últimos, pero, ¿quién lo liberará de nosotros?”.


El proyecto era el correcto; las condiciones desfavorable. Los galones obtenidos por decenas de generales en campos de batalla aún conservaban el brillo y quienes los lucían se mostraban ansiosos por hacerlos valer. Una larga fila de impacientes militares aguardaba el momento de cobrar la factura de su todavía reciente contribución al triunfo del movimiento armado.


Tras el Plan de Agua Prieta de abril de 1920, las defecciones en el bando de Carranza provocaron un efecto dominó. Se acumulaban las adversidades: focos de insurrección encendidos en varias partes del país, fracaso del candidato que impulsaba, traiciones de amigos y colaboradores, un inocultable debilitamiento de su gabinete y los soldados de Pablo González cerrando el cerco sobre la capital. Para el 5 de mayo don Venustiano estaba perdido. Entonces se decidió trasladar el gobierno al puerto de Veracruz. Y decir el gobierno era incluir a todas las secretarías de Estado, la comisión permanente del Congreso, la tesorería, “alguna maquinaria de los Establecimientos Fabriles Militares, todo el material de guerra y las tropas de infantería, artillería e ingeniería”. Los soldados de a caballo harían el viaje en sus monturas. De dispuso la salida a primera hora del día 7 de mayo.


El historiador Javier Garciadiego encuentra semejanza entre Carranza y los héroes de las tragedias griegas: los dos son conscientes de lo terrible de su destino, pero no vacilan en salir a encontrarlo. Resulta significativo el hecho de que don Venustiano ordenara el regreso a la capital de los cadetes del Heroico Colegio Militar que lo acompañaban; no tenía caso derramar sangre joven en una empresa sin futuro. Después, el presidente acudió sereno, digno, el rostro inmutable, a su cita con la muerte. En Talxcalantongo volvería profética la última recomendación hecha a sus hijas Virginia y Julia antes de salir de la capital: “Si por desgracia muero y me traen a México, no quiero un entierro suntuoso. Que me entierren con los pobres”.



El cruento final del drama inspiró al historiador Fernando Benítez una conclusión devastadora:


Hay tiempos para cubrirse de gloria y hay tiempos para llenarse de vergüenza. La noche, en todo caso, no era de los héroes sino de los asesinos, de los espíritus malignos del bosque, de los demonios oscuros de la traición y la cobardía.

Y a las 3:30 a.m. una veintena de hombres comandada por el militar sublevado, Rodolfo Herrero, acribilló el humilde jacal conde dormía el Presidente en Tlaxcalantongo, Puebla.

(Tomado de un artículo del historiados coahuilense Javier Villarreal Lozano)



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