(Hecho ocurrido en el callejón de la Condesa, hoy 2º del mismo nombre).
Había gran alboroto y bullicio en la ciudad de México. La gente corría por todos lados, llena de ansiosa curiosidad, hacia el estrecho callejón de la Condesa. Todos los vecinos andaban presurosos y sólo se detenían para hacer comentarios rápidos, cambiar noticias y seguir luego, más ligeros y jadeantes, hacia el tal callejón, chorreándoles sudor copioso por el rostro.
Toda la ciudad tenía puesta su atención y su cuidado en el callejón de la Condesa. No se hablaba sino de la cosa importante y trascendental que allí sucedía. Se turbó el sosegado reposo de todos los hogares, que normalmente gozaban de una callada paz. Los hombres dejaban su trabajo y andaban afanosos por las calles, inquiriendo noticias; las mujeres, muy desasosegadas, estaban a todas horas, ya en las puertas, ya en los balcones y ventanas, en espera de nuevas o, no pudiendo aguantarse más, también se iban impacientes al callejón de la Condesa a mirar lo que allí estaba aconteciendo desde hacía largos días.
Por el angosto callejón llamado de la Condesa, que pasaba entre el sombrío palacio del marqués de Santa Fe de Guardiola y el refulgente de los condes del Valle de Orizaba, conocido también como la Casa de los Azulejos, por ese estrecho callejón se encontraron un buen día frente a frente dos carrozas, una de ellas entró por la plazuela de Guardiola, y la ocupaba un prócer de la Colonia, altivo y soberbio; la otra llegó por la calle de San Andrés, y en ella se encontraba otro elegante caballero. Ninguno de estos orgullosos personajes quería retroceder para dar paso al otro, porque lo tenía en gran desdoro de su dignidad y decoro.
Los dos porfiados caballeros estaban llenos de su propia honra y estima, y tenían gran complacencia en sí. Con sus tiesos y galoneados lacayos se enviaban mutuamente magníficas razones, intentando con ellas convencerse recíprocamente de que a cada cual le asistían los mejores derechos para que se les dejara franco el paso, pues cada quien estaba persuadido de tener la primacía sobre el otro. En este inútil empeño se pasó la mañana y también se pasó la tarde y aun toda la noche, y no cejaba ninguno de los intransigentes señorones, que seguían muy majestuosos y entonados en sus carrozas.
La noticia corrió veloz por todo México, y la gente, llena de afán por saber quién de los dos tozudos caballeros cedería primero, dejaba sus ocupaciones más urgentes y se iban a apostar en las entradas del callejón para ver a aquellos nobles señores, muy tranquilos en sus carrozas, como si estuviesen en la sala de estrado de sus casas. La ciudad tomó en el acto partido; se declaró abierta en dos inquietos bandos; cada uno de aquellos tercos señores poseía el suyo, muy apasionado y decidido. Se alegaba que éste tenía la razón y se refutaba con copiosos argumentos a quienes decían que no, que el otro hidalgo era quien la tenía, porque sus títulos nobiliarios eran más antiguos, que sus antepasados hicieron más señalados hechos de guerra, que mataron más indios y que quemaron más ciudades y pueblos cuando la conquista.
Los contrarios oponían en el acto una terminante negativa y afirmaban, con una infinidad de datos y de fechas, que realizaron más heroicas atrocidades los antecesores de éste que los pasados de aquél, pues destruyeron más templos y códices, quebraron infinidad de ídolos y saquearon muchos palacios y poblaciones y que hasta el emperador Carlos V, aseguraban, le concedió al audaz fundador de la estirpe el señalado privilegio de que antepusiera a su nombre el uso del don, porque estuvo a punto de arrastrar por los cabellos a Moctezuma cuando éste estuvo solo y preso.
Y así, todo México ardía en largas discusiones, que se enredaban acaloradas y vehementes, pues nadie era imparcial en la ciudad, sino que se había tomado ardiente partido por cada uno de aquellos caprichudos señores, tan llenos de vana presunción, y no hacía la gente más que buscar argumentos, razones y hasta leyes para defenderlos y demostrar el hecho que tenían a no transigir, pues era levantar su nobleza a puestos encumbrados de gloria.
Pasó u día y pasó otro día y los taimados próceres seguían tan firmes en sus carrozas, tan tranquilos, sin dejarse negociar. Se hallaban necios y obstinados en su rebeldía. Nadie los sacaba de su postura. Estaban cada vez más hinchados en sus presunciones y con los ánimos más humeantes de vanidad. Transcurrieron tres días y continuaban implacables, aferrados a su tesón de no cederse el paso, porque con ello estaban firmemente convencidos de que se les ajaba el enhiesto penacho de su nobleza.
Allí iban sus lacayos, rígidos y solemnes, a llevarles en grandes bandejas de plata sus opíparas comidas. De una portezuela a otra colocaban una mesilla, que cubrían con bordados mantelillos, pera tender el esplendor de la vajilla blasonada. Allí iban sus buenos amigos a hacerles animadas tertulias, saboreando en su compañía dulces pastelillos y bebidas refrescantes; y hasta iban ampulosas señoras luciendo sedas y encajes a llevarles perfumes, ramos de flores, frutas de horno y de sartén, aguas nevadas, dulces bañados de miel para después del chocolate, deliciosas confituras y copas de oloroso vino doncel.
Allí les llevaban sus criados fofos cojines de terciopelo y de raso, para que acomodaran el cuerpo por las noches, y les traían ricas mantas de lana para que se abrigaran, allí iban los maestros barberos a afeitarlos y empolvarles las magníficas pelucas; allí les daban sus servidores toalla y aguamanos con mucha ceremonia, y allí también les conducían los altos y llameados condes poblanos para que desahogaran sus urgentes necesidades corporales y luego quemaban pebetes de sándalo o de lináloe. Allí estaban acondicionadas unas cómodas pesebreras para los caballos, que piafaban impacientes por el largo sosiego a que se les forzaba.
La gente estaba extasiada, en un puro deleite, viendo estos primores exquisitos, contemplando cada carroza, rodeada siempre de elegantes damas y caballeros; de todo sacaba largas pláticas y comentarios prolijos, que se iban después a volar rápidos por toda la ciudad, a llenar con su pueril encanto las conversaciones en los hogares, después de la cena y el santo rosario, rezado en coro, fervorosamente, con los criados, entre olores de incienso y de alhucema, oyendo el grave y lento toque de Animas en la Catedral, y la larga voz clamorosa de los cofrades de la Buena Muerte, que pasaban por la calle sonando su triste campanilla y pidiendo oraciones por los que estaban agonizando en pecado mortal.
Según las trazas que llevaban esos lujosos mentecatos de no cederse el paso, jactanciosos de su nobleza, allí hubieran seguido semanas, meses y aun años enteros, si es que el virrey, don Melchor Portocarrero Laso de la Vega, conde de la Monclova, no resuelve de modo estupendo y con prontitud aquel caso grave y trascendental, ordenando a los poderosos tontos y tozudos magnates que las dos carrozas retrocedieran al mismo tiempo por donde habían entrado; la una hacia la plazuela de Guardiola y la otra hacia la calle de San Andrés, para que no siguieran alborotando más a la gente con su capricho y con la porfía orgullosa de sus pretensiones, y que se marcharan a sus casas cuanto antes y rápidos.
Así como se les mandó lo hicieron puntualmente, sin ninguna réplica, y ya con esa solución del Virrey se fueron a sus palacios, muy contentos, pomposos y satisfechos, más soberbios que antes y más orgullosos, porque no se les desdoró ni en lo mínimo el esplendor de sus viejos blasones. Con íntima complacencia pensaban, más llenos de humos que una chimenea, que así como a ellos se les derramaba por todo el ánimo un dulcísimo deleite de vanagloria por las grandes proezas que llevaron a cabo sus antepasados, así también sus descendientes habían de jactarse con legítima satisfacción de lo que acababan ellos de hacer en el callejón de la Condesa; que ese hecho era indudable que los iba a enorgullecer y ufanar mucho y hasta se irían a quedas sus nietos en un largo éxtasis cuando pensaran en la singular hazaña que realizaron en la susodicha callejuela por mantener muy alta su nobleza.
Efectivamente, tan alta la pusieron que hasta hoy día nadie ha alcanzado a saber los nombres de estos dos fatuos majaderos, que sólo hicieron torres de viento en sus cabezas.
Comments