Más personajes que dejaron su huella en el centro histórico de la Ciudad de México…
En todas las ciudades han existido personajes que son familiares para sus habitantes. La Ciudad de México no es la excepción, cualquiera de nosotros los hemos visto deambular por sus esquinas y calles. Los boleros, cilindreros, merolicos, camoteros, afiladores y tamaleros, entre otros, forman parte de nuestro entorno. Estos oficios no son los mismos que se desempeñaron durante el siglo XIX; con el paso del tiempo se han transformado como consecuencia de los cambios que ha sufrido la propia ciudad y las necesidades de quienes vivimos en ella. Pero… ¿Quiénes fueron esos personajes que ya no existen, que desaparecieron? ¿Quiénes deambularon ofreciendo sus servicios por las calles decimonónicas de nuestra capital?
Don Antonio García Cubas rescata en su “Libro de mis Recuerdos, 1950” un sugerente retrato de la ciudad de México en el XIX.
En el siglo XIX las pulquerías fueron lugar común de reunión, tanto, que a decir de García Cubas, podía encontrarse “una a cada veinte pasos” Así pues el pulquero fue un personaje bien conocido por los ciudadanos. Caracterizado por vestir chaqueta o camisa cargaba en sus espaldas los enormes cueros en los que transportaban el embriagante líquido, y atendía el local, llamado casilla, al grito de: “! Dónde va la otra!”, refiriéndose al vaso que contenía el licor.
Otro personaje común de la ciudad fue el pastelero, quien desde muy temprano se instalaba en alguna esquina de la ciudad y junto a un aparato que mantenía calientes los pasteles pregonaba de la siguiente forma: “A cenar, pastelitos y empanadas, pase niñas a cenar. Señorita, señorita, la de la mascada negra, dígale a su mamacita, que si quiere ser mi suegra”.
El sereno fue otro personaje que desapareció paulatinamente al introducirse el alumbrado eléctrico. Desde el siglo XVIII la ciudad contó primero con alumbrado de aceite y posteriormente de trementina llamado también gas líquido; los serenos fueron sus cuidadores nocturnos. Se les reconocía por el farol que cargaban y por el silbato que llevaban colgando en una cadena alrededor del cuello. Estos personajes divididos en guardas y cabos, se encontraban numerados. Su trabajo consistía en mantener el alumbrado público, y en vigilar las calles y dar aviso mediante el silbato, de asaltos, ataques o disturbios. Don Antonio transcribe un diálogo que tuvo con uno de estos personajes:
-¿Qué hubo?, y me responde:
-Nada, señor, sino que los de la casa sintieron pasos en la azotea, figurándoseles ser de ladrones, y eran de los gatos que por allí se pasean.
-¡Cómo no han de pasearse esos bichos, le repliqué yo, en noche que para ellos es de luna!
-¿Y por qué no pueden haber sido verdaderos ladrones o por lo menos ladrones de corazones de guapas mozas los que hayan intentado asaltar la casa? Lo que sucede es que cuando la policía llega tarde, lo que acontece con demasiada frecuencia, aquéllos han escapado y ésta salva su responsabilidad atribuyendo el incidente a las travesuras de los gatos.
Damos por término nuestra conversación al llegar a mi casa. Al despedirme hieren mis oídos la vibrante campana del reloj de la Catedral y la voz del guarda que grita, después de una prolongada pitada:
-“¡Las tres y sereno!”
El vendedor de pájaros fue también común en el siglo XIX, sin embargo hace algunos años aún podía verse a algunos caminando por las calles. La condesa Paula Kolonitz, quien vino a México como parte del séquito de la emperatriz Carlota, hace una descripción de estos personajes:
…que medio desnudos…llevaban sobre la espalda una grandísima jaula en la cual juntan uno contra otro seis, siete, más papagayos, Entre estas cosas maravillosas, lo más maravilloso de todo son ellos mismos con su vestido adamítico y su descarnada figura. Se ciñen en torno a la cintura un pedazo de piel que hace las veces de pantalones, una tela de algodón les cubre la espalda y el pecho y por allí sacan la cabeza. Los brazos y las piernas van libres, llevan sandalias en los pies y en la cabeza un sobrero de paja finamente tejida.
Y así como no había luz, en la ciudad decimonónica tampoco existía un sistema de drenaje para trasladar el agua a las casas y los locales comerciales. Los aguadores eran quienes iban a las fuentes, llevando y trayendo agua para los habitantes de la ciudad; sin embargo su función no se limitaba exclusivamente a transportar el vital líquido, también era amigo de confianza de las cocineras y las camaristas, mensajero de los enamorados e inventor de un sistema especial de contabilidad.
Vestía de camisa y calzón de manta, calzonera de gamuza o pana, mandil de cuero que pendía de una especie de valona de la misma materia, de la que era igualmente el casquete que cubría la cabeza, y el cinturón que sostenía por detrás el rodete en que apoyaba el chochocol y unas pequeñas bolsas en que guardaba los colorines y la afilada navaja…
Las lavanderas también fueron comunes en la época que nos concierne. Estas mujeres cargaban la ropa en un cesto que llevaban bajo el brazo o sobre los hombros para entregarla en las casas donde trabajaban. Los barberos, de los que aún quedan algunos locales, ejercían su oficio en su establecimiento, pero algunos acudían a dar servicio a domicilio si eran llamados. Vestían “con sombrero del alta copa, chaqueta y pantalón de casimir, con bolsa de cuero de las navajas pendiente de una correa terciada al hombro, y toalla doblada”. El barbero fue en esos tiempos el colega de los doctores y dentistas, razón por la cual se aplicaba el pomposo título de flebotomiano. Así pues, en su local no faltaban consolas, tenazas para desdentar el prójimo y algunas ventosas de vidrio, así como un gran lebrillo con agua en el umbral de la puerta en la que se veía mover la masa compacta y negruzca de las sanguijuelas.
Muchos fueron los mercaderes ambulantes que ofrecían sus productos dando voces por las calles del centro. El pollero, el vendedor de trastes de loza, el petatero, el atolero. Entre ellos también estaba el mercero, quien llevaba en su canasto agujas, alfileres, dedales, devanadores, tijeras, carretes y bolitas de hilo, horquillas, prendedores, aretes, juguetes para los niños y otras cosas mientras que su mano izquierda sostenía una vara de medir y un bastoncillo de madera del que pendía, en varios dobleces, embutidos y puntas tejidas para enaguas.
Falta mucho espacio para hablar de todos los personajes que habitaron esta ciudad y que ya no existen más. Sin embargo, y gracias a los cronistas de la época podemos evocar a las vendedoras de tamales de chile, de dulce y de capulín y a las que vendían tapabocas y bollitos de a ocho, cajones con ponteduros, pinole o garbanzos tostados, charamuscas y muéganos que todavía nos hacen despertar el apetito y la imaginación.
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