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Hortensia Contreras

Pérez Prado y el mambo (José de la Colina)

Otro de los personajes permanentes de nuestra querida ciudad de México fueron los ritmos traídos del Caribe y que hicieron las delicias de miles de chilangos, así que retomemos la crónica de don José de la Colina para disfrutar con él las delicias de este baile que se adueñó de los capitalinos y danzarines aun de otras latitudes. Vayamos pues con don José…


“Había comenzado mi adolescencia y yo solía visitar, para rendirle el ardiente, silencioso homenaje de una lenta mirada ávida, al cuerpo moreno, desnudo, posado de espaldas, bocarriba, bellamente vulgar, ofreciendo invertido y en primer plano el rostro muy pomulado, achinado, de impúdica sonrisa ancha y dientes feroces, sonriendo también con los muslos abiertos en V y en una total disponibilidad, de una puta espléndidamente vulgar y desvergonzada, presumiblemente ebria y en trance de solitario pero alegre orgasmo, que con su corporal fuerza de aparición hizo cimbrarse mi mocedad desde que la vi pintada, colocada al pie de una catástrofe o revuelta social, en el rincón izquierdo del populoso y cruel mural Catarsis en el Palacio de Bellas Artes, y cuyo imaginado, poderoso, oscuro aroma de entrepierna se extendía en mis ensoñaciones eróticas, como también en las de José Luis Cuevas, mi coetáneo (también del año 34), con quien quizá alguna vez coincidí en aquel piso del Palacio y en una similar ávida contemplación de aquella imagen -puesta por Orozco en el muro precisamente en el año en que José Luis y yo nacimos- para secuestrarla y transplantarla definitivamente a nuestra memoria visual y requerirla en los escondidos momentos en que, como diría León Felipe en su poema teatral “La Manzana”: “El adolescente ordeña sus deseos”.


Terminaban los años cuarenta y mi niñez. En las vitolas aun sonaban las piezas de Glenn Miller o de Luis Alcaraz, pero el mambo quizá ya piafaba impaciente tras bastidores, montado sin bridas ni estribos por el Caradefoca y exigiendo entrar a inaugurar los años cincuenta.


Y sí, desde el último año cuarenta, todavía tiempos del presidente Alemán y de la ilusión del progreso y la prosperidad, Pérez Prado impondría el mambo desde el centro de la capital.


Who´s got the pain

When they do

The mambo?


Llegó a respirarse el mambo en el aire de la ciudad, como un smog benéfico. Yo decía despreciarlo, entre otras cosas porque así disimulaba la condición de “el peor bailarín de mi vida”, incapaz de moverme aun a través de músicas mucho menos movedizas como las jornadas sentimentales u otras serenatas a la luz de la luna de Glenn Miller, y envidiaba a quienes lo bailaban (es decir a todos), pero ocultamente lo gozaba, lo sentía hasta por los poros y en el plexo solar cuando lo escuchaba por la calle, cuando me llegaba desde la radio, desde la pantalla de un cine, desde las sinfonolas que lo emitían a través de las medias puertas de las lóbregas, misteriosas cantinas, y cuando lo tarareaba para mi coleto, hipócrita mambómano secreto.


Para quienes tenían la edad y la suerte de poder entrar a los teatros de revista, el Caraefoca Dámaso Pérez Prado se plantaba en los escenarios con su deslumbrante atuendo blanco de petimetre habanero, todo el cuerpo disparado bizarramente hacia la cabeza erguida, y alzaba briosamente los brazos, gritaba;

“¡Un, dó, tré,!

¡mmmmammmmbbbbooó!


Y en torno a su cuerpo el tenso espacio estallaba, vibraba, se columpiaba, se hacía ritmo y sonido; la gran banda de músicos envueltos en una marítima ondulación de mangas con olanes fundía jazz y música afrocubana en una muscular y meneada dimensión sinfónica y se desencadenaba el huracán, el torbellino, el bingbang planetario, la sincopada música de las esferas, los saxofones llevando el ritmo con voz de tronco húmedo, de miel ronca y oscura, mientras la trompeta llameaba y la flauta pajareaba entrando y saliendo en la masa de la música, los ríos de mambo que fluían, ondulaban, se infiltraban en un sensual ensueño junto a la cadera del mar bajo la luz de la Luna caribeña.


¡Lo que usté quiela, caballero!, palpitando la melodía de una acechante sucesión de zarpazos, en un boxeo sensual, y las percusiones poniendo otro ritmo de fondo, ahondando junglas prehistóricas, y el cencerro tintineando a dos tiempos, y el bajo metiendo una negra en el primer tiempo, dos corcheas en el segundo, un compás de espera en el tercero, otra negra en el cuarto, y Pérez Prado bailaba hieráticamente en su sitio, y sus músicos oscilaban entre los atriles, y los del público pendulaban en sus asientos, y los átomos del aire se sacudían como un polen borracho, y bailaban los espontáneos del escenario o de la pista, bailaban los mamboleros, y a echarle gana y riñones a la cosa rica aymamá, disparando el pie pa este lado, girando todo el busto con los brazos replegados, ondulando sin perder el tipo, pero qué bonito y sabroso baian el mambo las mexicanas, mueven la sintura y los hombros igualito que las cubanas, cantaba la voz cálida de Beny Moré, qué rico mambo.


Y ahora el mambo avanzaba golpeando blandamente la noche, dejaba atrás la avenida San Juan de Letrán, como un río majestuoso y palpitante, selvático y citadino y extrañamente elegante aún, allá por la sucesión de oscuridades de la turbia calzada Niño Perdido y sus antros alcohólicos de crimen de mala prensa y sus mortecinos hoteles de habitación y cogida baratas, y luego otra vez volvía y recomenzaba, retornaba querendón a la vereda tropical de su abuelo el danzón; toda la orquesta se amontonaba como en un solo y titánico instrumento de percusión, y se alzaba en grand finale, se iba escurriendo en cola de pescado, todos los sonidos se apresuraban como por un embudo, todo buscaba sonoramente el silencio como en una incendiada nave de los locos, mientras el espacio se paralizaba y desmayaba en torno al chamán Dámaso Perenne Mambo, serio e invicto, impecable, todo de punta en blanco vestido, silabeando palabras en su líquido español antillano, ya listo como el brujo yoruba, el guerrero mandinga, el bongosero carabaí, a relanzar el grito que ascendía como un cohete y estallaba, y era allí en lo alto de la noche el flamígero estandarte del mambo, de un mambo sin fin por el planeta.

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