Nos acercamos a la celebración de las apariciones de la Santa María de Guadalupe y lo haremos compartiendo un hermoso poema de don Alfonso Escárcega dedicado a ella:
Rosa Morena, del rosal divino
Que Cristo con sus lágrimas regara,
Rosa de barro fresco y cantarino
Que el Cielo sólo a México donara…
Rosa-canela, hermosamente obscura,
Que el sol besara tanto, tantas veces,
Que transformó su virginal blancura
En el color trigueño de las mieses…
Rosa nuestra, pintada por las rosas
Que Juan Diego tomó de los rosales
Nacidos entre peñas venturosas:
¡Dame, Rosa de rosas, una rosa
Que arome mis tristezas y mis males
Tan huérfanos de rosas, Rosa hermosa…!
Aquellas tribus trashumantes venían del norte, brumoso y helado. Las áridas tierras del desierto norteño no llenaron sus anhelos de descanso y siguieron, peregrinos de la leyenda, siempre hacia el sur, hasta que dieron con un inmenso lago, en el que se reflejaba el azul de un cielo purísimo y del que sobresalían dos llanuras mu aptas para acampar.
La primera vista del espléndido panorama les ganó el deseo de establecerse y fundar ahí sus hogares. Era el primer tercio de nuestro siglo XIV.
Trazada la urbe primera, con su plaza, su templo y los distintos órdenes de viviendas, el paso siguiente fue tender una calzada, hacia el norte de donde habían venido, que uniese la incipiente ciudad con el Tepeyacac, de donde traerían madera y materiales para sus futuras construcciones.
Fue la primera de las cuatro grandes calzadas: Tepeyacac, Tacuba, Ixtapalapa y Xochimilco.
El guerrear casi continuo, primero como defensa de la recién establecida Tenochtitlán y después para dominar a las naciones vecinas y construir un imperio, hizo de los mexica un pueblo recio, altivo, duramente batallador; pero a la vez con una característica muy peculiar: la de ser profundamente religioso.
Audaces y valientes movieron guerras continuas, no por sed de sangre o necesidad de matar, sino inspirados por una necesidad, primero de defensa, luego de afirmamiento o seguridad para su imperio y por fin para dar expresión y cauce a su profundo espíritu de acatamiento a la divinidad.
Esto último es de una importancia definitiva para entender hasta el nombre de la V irgen de Guadalupe, cuanto más la esencia de su aparición y de su estructura, como fenómeno psicosocial y religioso.
Creían los mexica en un Ser Supremo, “por quien vivimos”, “sin el cual el hombre es como nada”, “bajo cuyas alas se encuentra reposo y defensa”, expresiones que se reflejan y repiten en el diálogo encantador entre la Virgen y Juan Diego.
Pero junto a El, profesban también culto a otras divinidades. Bien se puede afirmar que toda su vida se centraba en torno a sus altares y sus templos, que estos hombres vivían del recuso y sumisión a sus dioses y que, cuanto para purificación propia, dependían ansiosamente de las víctimas humanas, sacrificadas con generosidad en sus templos.
No era la pasión de matar, ni sentimiento depravado que se solaza ante la sangre; era el reverente acatamiento religioso, propio de pueblos nobles. A las víctimas, cuando eran del mismo grupo, las reverenciaban durante meses y, ataviadas con lujo, las paseaban ante el pueblo, porque eran seres sagrados al estar destinados al culto sacrificial. Y aun los mismos enemigos a quienes hacían prisioneros para sacrificarlos, eran objeto de veneración y estima. Es preciso entender este punto, si pretendemos comprender el momento histórico de la aparición guadalupana.
Para lograr la transformación de este pueblo, escogió Dios a la más dulce mensajera, la que podría con su bondad hablarles de bondad y con su presencia apacible domar sus fervores sanguinarios y encauzar aquella tremenda generosidad que les hacía subestimar la vida.
No iba a ser nueva para las tradiciones mexica la idea de María, madre de Dios y de los hombres. Transmitida a través de generaciones por varios milenios, se había extendido entre los pueblos la profecía mesiánica de una Virgen que daría a luz un Hijo y que quebrantaría con su pie la cabeza de la serpiente. Los mexica veneraban el undécimo mes a Tonantzin (“madre de las gentes”) a la que llamaban también Teotenantzin (“madre de los dioses”), Tenantzin (“madre nuestra”) y Cihuacoátl (“mujer culebra”).
Por eso el mensaje transmitido por Juan Diego, si fue duro de creer en los principios para los españoles, en nada lo fue para los naturales, pues la Virgen adaptó todos los detalles de su aparición a la mentalidad y conocimientos del pueblo para quien se aparecía, no sólo por su faz morena y dulce, sino hasta el nombre con que se reveló.
¿Quién era el elegido, ese indio, Juan Diego, que se tenía a sí mismo por “un cordel, una escalerilla de tablas, cola, gente menuda”, según él mismo dice a la Virgen, apenado al sentir que no le hacían caso ni le creían?
Era mucho más que un oscuro macehual (hombre del pueblo), brotado del anonimato para perderse pronto en él, una vez que cumplió su misión de anunciar al obispo el deseo de María. Era todo un carácter, de virtudes marcadas con buen cuño, espíritu vigoroso y muy por encima de lo común. Personalidad de rasgos definidos y amables que deberíamos estudiar, aunque no fuese sino para conocer cómo son los que la Providencia escoge para una tarea tan delicada y honrosa como la que él recibió.
Uno de estos rasgos, fuertes y simpáticos, es su talento natural, un tanto maliciosillo, para seleccionar , por ejemplo , lo que tiene que contar y lo que debe callar de lo que ha visto y conversado con la aparición. Esta lo trata con toda confianza: “Juan Diego, Juan Dieguito, el más pequeño de mis hijos”. El le responde con la misma confianza, calificándola como “la más pequeña de mis hijas”, expresión típica del idioma náhuatl, pero de gran vigor y plasticidad en cualquier otra lengua.
Todos los episodios los irán contando con selección de detalles inteligentes, los que más pronta y profundamente serán aceptados por aquel juez difícil de convencer: “aunque yo sabía bien que la cumbre del cerrillo no es lugar en que den flores, porque sólo hay muchos riscos, abrojos, espinas, nopales y mezquites, no por eso dudé…y se habían dado antes del tiempo en que se dan, porque a la sazón se encrudecía el hielo “.
Nada se escapa a su natural perspicacia: cuando lo siguen, a lo largo de toda la calzada, los criados enviados por el obispo, se les pierde al final de ella y solo, sin ojos inoportunos y extraños, sube a la cumbre donde se encuentra con la Señora y tiene con Ella un diálogo en el que muestra haberse dado cuenta de todo el rechazo que su misión encontró ante el prelado: “Señora, la más pequeña de mis hijas, Niña mía; fu a donde me enviaste a cumplir tu mandato…me recibió benignamente y me oyó con atención; pero, en cuanto me respondió, pareció que no lo tuvo por cierto…comprendí perfectamente, en la manera como me respondió, que piensa que es quizá invención mía…que acaso no es orden tuya…”
Ante la dificultad de moverse por aquellos niveles, “donde no ando y no paro”, pide a la Señora que le deje retirarse y encargue la misión a “alguno de los principales, conocido, respetado y estimado”. Insiste con firmeza la Virgen: “Mucho te ruego, hijo mío, el más pequeño, y con rigor te mando…” Juan Diego vuelve a aceptar el trabajo, tranquiliza a la Señora, pero aun entonces se le escapa de nuevo un rasgo de aquella malicia: “Iré a hacer tu voluntad; pero acaso no seré oído con agrado, si fuere oído, quizá no se me creerá”.
“En el abrupto Tepeyac, lo mismo que Sol de amor sobre la enferma Patria, surgió la dulce, la sin par; la buena, ¡La bellísima Virgen Mexicana”! (poema anónimo)
Amanecía cuando Juan Diego llegaba al cerro y lo rodeaba por el costado poniente. Con las primeras luces podía contemplar embelesado la gran laguna, y al final de la recta calzada, la hermosa Tenochtitlán, orgullo de su tiempo. Y amaneciendo pues, venía Juan Diego en aquel diciembre de 1531. Era la aurora de un hecho trascendental y decisivo para aquella nación que surgía. Sin aquel amanecer, los trazos del carácter e historia de México serían muy diferentes a lo que son hoy.
Amanecía y oyó cantos arriba, en el cerrillo. Todo iba a suceder de acuerdo con la capacidad limitada y sencilla de aquel macehual, que no hubiera entendido argumentos profundos ni complicadas teologías.
Cuánto en cambio atraía y ganaba su atención aquel cantar tan suave y delicioso, que “semejaba canto de varios pájaros preciosos, del coyoltotol y del tzinizcan y de otros pájaros lindos que cantan”.
“¿No estoy yo aquí que soy tu Madre?
¿No estás bajo mi sombra?” (Nican Mopohua, crónica guadalupana)
Tomado de textos del padre Xavier Escalada en su homenaje a Guadalupe, Arte y Esplendor
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