(recopilados por don Francisco I. Bozal, andarín del antiguo barrio de la Merced).
El Callejón de la Danza.
En una calle de la antigua capital de la Nueva España, situada junto al primer mercado de La Merced, llamada por muchos años El Callejón de la Danza o la Cueva de los Nahuales, resulta que, a mediados del Siglo XVIII, causaba gran aversión y mucho miedo a sus habitantes el pasar o acercarse a él, pues se encontraba muy apartado de la traza de la muy noble y leal ciudad, y en él sucedían cosas sobrenaturales, que costaban la vida a los atrevidos.
Cuentan que en el lugar, alrededor de una hoguera, a mitad de la calles, se llevaba a cabo una danza infernal. Esta era practicada por nahuales quienes cubiertos con plumas y haciendo gestos diabólicos, armaban una gritería que causaba terror a todos los vecinos, los cuales se encerraban a cal y canto, temblando de miedo, en la oscuridad de sus aposentos.
Dicen que la situación se complicaba pues estos espectros entraban en las casas a robar niños y mujeres.
Los habitantes del barrio, naturales de estas tierras en su mayoría, suplicaban protección y justicia. Pero la protección y justicia a los indios, desde entonces, fallaba, a pesar de la insistencia. El terror en ese callejón hacía más largas y angustiosas las noches de sus habitantes.
Hasta que el tiempo pasó y fue entonces que un mozo de unos veinte años, miembro del cuerpo de arcabuceros del virrey, decidió investigar, intrigado por la historia y por la advertencia que escuchó decir al párroco de la iglesia de la Santísima Trinidad, una mañana de domingo: “Queridos hermanos, por nada del mundo os acerquéis a esa callejuela, no será a Dios ni a sus discípulos a los que se encuentren a su paso, sino a sus maléficos enemigos!”
Impresionado, don Simón de Esnaurrízar, el valeroso joven, cierta noche se envolvió en su capote, colocándose dos pistolas al cinto, con el arcabuz en mano y sin encomendarse ni a Dios ni al Diablo, se encaminó hacia dicho callejón. Y para que su ánimo no flaqueara, se echó dos tragos de aguardiente.
Cauteloso, deslizándose por los muros de las casas contiguas al callejón, se acercó al lugar y vio que la danza estaba en pleno apogeo: hombres y mujeres desnudos, pintarrajeados y con plumas pegadas a la piel, gemían al tiempo que saltaban alrededor del fuego. Armándose de valor, Simón penetró de un salto en el centro de aquel dantesco espectáculo, dando tremendo arcabuzazo a uno de los danzantes; a otro le descerrajó un tiro, y a otro más lo atravesó con su espada toledana. Y mientras daba su propia lucha con los presuntos hijos de Satanás, don Simón arremetía además con su palabra: ¡A mí arcabuceros del virrey, a mí!
Y este don Simón, que contaba con buena fortuna, casi de inmediato recibió la ayuda de los soldados de una ronda que, cercanos al lugar, acudieron al callejón al escuchar sus gritos y no sólo eso, sino que hasta los asustados vecinos del barrio, al enterarse que aquello que los asustaba tanto estaba lejos de ser un aquelarre, salieron prestos a brindar su puño y aguerrida ayuda contra los presuntos nahuales, quienes pronto ingresaron en el calabozo del Santo Oficio.
Con la excitación que el enfrentamiento había provocado, los soldados decidieron efectuar un minucioso registro de las casuchas habitadas por esos pobres diablos. No faltó quien denunciara que tal casa era habitada por un malviviente. Al poco rato de husmear y buscar, encontraron a los infelices niños desaparecidos y a las mujeres raptadas envueltas en sucios harapos.
A los niños, se supo, los “nahuales” les enseñaban a pedir limosna en las plazas. Los familiares de los niños y las mujeres ultrajados, estaban felices de reencontrarse con sus familiares después de tanto tiempo de ausencia, angustia y temor, y sobre todo de aquellos cuentos en torno a presuntos seres infernales.
Por tal motivo, por muchos años esta calle, que hoy es República del Salvador y Talavera, se le conoció como el Callejón de la Danza.
Comentarios